El cuerpo de Cristo según Amélie Nothomb
La escritora belga propone una personalísima reelaboración de la historia del Mesías
En el principio... fue la audacia de Nothomb. Con tanta sencillez como insolencia, se atreve a hablarnos en nombre de Jesús. Pero no de cualquier cosa, sino de su cuerpo, el tema principal de estas páginas y de casi toda su obra. Y de un cuerpo concreto: el de Cristo. Elemento fundamental en la transustanciación y, aquí, objeto de sustanciación en tinta. Jesús tiene 33 años y acaba de escuchar la sentencia fatal: condenado a crucifixión. En el juicio han testificado contra Él todos sobre los que obró milagros y hoy se quejan porque el hijo de Dios alteró sus vidas: los novios de Caná porque sirvió el vino bueno después del malo, Lázaro pues tras su resucitación sigue oliendo a podrido... «Siempre supe que sería condenado», expresa sin temor. Y es cuando el Jesús de Nothomb recuerda, sobre todo, que es un encarnado: «Las mayores alegrías de mi vida las he conocido a través del cuerpo. ¿Y es necesario decir que ni mi alma ni mi espíritu fueron superados?».
Lo que la mente no entiende, el cuerpo lo apresa. Es su voz la que oímos pasada por el tamiz de la autora que lo muestra: orgulloso, sensual, colérico, dormilón, propenso a la gula... Ontológico más que psicológico. Es un Cristo humano, feliz de ser un hombre y seguro de su destino aunque lo maldiga. No hallaremos en estas páginas un rastro de la tradición sino una reconstrucción literaria: En el Gólgota, el padre sacrifica al hijo. En su cruz, Jesús «mata al padre», lo lleva al límite, subraya sus carencias: «Esta crucifixión es un disparate. El proyecto de mi padre era mostrar hasta dónde se podía llegar por amor»; Dios peca por la ausencia de un cuerpo: «Ese es el problema. No conoce el amor. El amor es una historia y se necesita un cuerpo para contarla».
Lenguaje encarnado
La «Sed» del título cobra así sentido: «No es casual que haya elegido esta región del mundo. Necesitaba una tierra altamente sedienta. Ninguna sensación evoca tanto lo que deseo inspirar como la sed. El inefable instante en que el sediento se lleva el vaso de agua a los labios, se convierte en Dios». Se necesita un lenguaje encarnado para hablar de la Encarnación. Un texto inquietante y sin comparación posible. Un monólogo interior con un aliento extraordinario que solo puede abordar una autora en la cima de su carrera.