La Razón (Cataluña)

El sindiós de la reforma

Opinión Antonio Martín Beaumont

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FueFue surrealist­a. Y, claro, de difícil consumo. Todo lo concernien­te a la reforma laboral ha sido un lío desde el principio. Las peleas de Yolanda Díaz y Nadia Calviño, la división entre socialista­s y morados en la coalición gubernamen­tal –con Pedro Sánchez lavándose las manos como Poncio Pilatos–, el entreguism­o del jefe de la patronal, la ruptura del bloque Frankenste­in, los frenos europeos a las ganas de la izquierda de «derogar» las normas del «antisocial» Rajoy que han creado millones de puestos de trabajo… Pero ya su votación final (a no ser que los tribunales obliguen a repetirla, dadas las irregulari­dades flagrantes para cambiar la voluntad mayoritari­a del Congreso de los Diputados) ha sido el estrambote a un poema irónico que rezuma mal olor en las aguas políticas españolas.

Naturalmen­te, en La Moncloa se ha incrustado aún más el nerviosism­o que ya vivían. No hay jornada sin sobresalto. ¿Quién en el entorno de Pedro Sánchez, por voluntario­so que sea, será tan ingenuo de creer que el esperpento de la convalidac­ión de una norma comprometi­da con la Unión Europea no va a tener costes para España? Además, en unos momentos en los que el vaso de la paciencia con Sánchez esta tan lleno que cualquier gota añadida acaba en indignació­n popular. Las adversidad­es acorralan cada día al mandatario socialista. Flota en el ambiente.

Ya se sabe: para este presidente, el daño a las institucio­nes es un simple «efecto colateral» en su estrategia de consolidac­ión. Sentado esto, el trilerismo de Sánchez ha sembrado de minas la esencia misma de la democracia. Y ello, arriesgado hasta un punto insoportab­le, ha calado hasta los tuétanos en muy buena parte de la opinión española. La gente está harta. Que un diputado vea quebrantad­o su derecho al voto por la presidenta del Congreso no es una anécdota como para que el ministro de la Presidenci­a, Félix Bolaños, despeje el balón en Onda Cero con símiles futbolísti­cos: «En un partido de fútbol, si el partido lo gana un equipo porque hay un gol en propia puerta en el último minuto, el equipo que gana, gana, ¿no?». Pues no.

Se banaliza el ejercicio de la representa­ción de la soberanía nacional. Es muy grave. E irresponsa­ble. Merixell Batet era consciente del atropello al parlamenta­rio Alberto Casero en la votación de la medida estrella del Gobierno. Incluso antes de levantar la sesión del jueves se lo reconoció a la portavoz del Grupo Popular, Cuca Gamarra. Le negó la palabra asegurando que la Mesa había tratado la petición de Casero y rechazado que corrigiese presencial­mente su voto telemático. Mintió. El órgano de gobierno de la cámara nunca fue convocado y sigue sin serlo. Ese punto delata que se cercenaron las garantías de un diputado, que son santo y seña del sistema democrátic­o. Sólo la Mesa puede autorizar o desatender la solicitud de Casero. Batet fue un apéndice del brazo partidista de Sánchez y adulteró la voluntad popular en vez de afianzar los pilares democrátic­os del caserón de la Carrera de San Jerónimo.

La oposición tiene que luchar con uñas y dientes contra una ilegalidad de tanta envergadur­a. El foco no puede ser que un dirigente del PP se equivoque. La izquierda tuitera esparce su porquería para decolorar un acto que denigra los valores constituci­onales. Tampoco la cámara puede centrarse en los dos diputados de UPN que abrazaron el principio de no estar sometidos a mandato imperativo como establece la Constituci­ón. Lo dramático es que Meritxell Batet no es una política capaz de calibrar la alta condición que representa. Lo peligrosís­imo es que ella, como por desgracia otros socialista­s, está convencida que el fin es Sánchez y no importa emplear medios aberrantes para otorgarle laureles. Me da que al poema de la reforma de la reforma laboral aún le quedan estrofas por escribir.

Para Sánchez el daño a las institucio­nes es un mero «efecto colateral»

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