La Razón (Cataluña)

«Leningrado»: «Los supervivie­ntes nos convertimo­s en lobos»

Anna Reid publica un ensayo sobre la historia del más grande asedio de la II Guerra Mundial y uno de los mayores de la Historia: causó 750.000 muertos

- Javier Ors.

Stalingrad­oStalingra­do se convirtió en el símbolo de la victoria soviética sobre la maquinaria militar del Tercer Reich, pero Leningrado se ha erigido también en una de las mayores tragedias humanas de la Segunda Guerra Mundial y en una alegoría del horror. El 8 de septiembre de 1941, las tropas alemanas iniciaron en la antigua ciudad de San Petersburg­o, la Venecia de Rusia rebautizad­a con el nombre del líder de la Revolución Rusa, en uno de los más grandes asedios de la Historia. Un cerco que se prolongó durante tres años y causó la muerte de 750.000 personas, cuatro veces más que en Hiroshima y Nagasaki, donde llegaron a los 180.000. El hambre se extendió por sus calles, los habitantes convivían en las casas con los cadáveres congelados de sus familiares muertos, los perros y los gatos desapareci­eron (igual que todos los demás animales, que fueron cazados) y se produjeron horrendos episodios de canibalism­o. La corrupción se transformó en norma y las personas convirtier­on en alimentos corrientes sustancias que antes les hubieran parecido inverosími­les.

La historiado­ra Anna Reid recupera este duro capítulo del frente oriental de la contienda de 1939 en «Leningrado» (Debate) y trata de esclarecer cuestiones pendientes: ¿por qué Hitler evitó ocupar la ciudad? ¿Por qué Stalin no evacuó a sus ciudadanos cuando pudo? ¿Qué evitó que se cayera en la anarquía? «Hubo más desorden de lo que reconoce la versión soviética. Se atacaban vehículos y asaltaban las tiendas. La gente ya sabía que la ocupación alemana era tan mala como el comunismo. Muchos tenían motivos suficiente­s para odiar el estalinism­o. Pero los alemanes demostraro­n que eran peores que el régimen soviético, porque lo destruían todo. Existió una fuerte defensa de la ciudad porque la gente diferenció entre el régimen de Stalin y su país», dice la autora.

El primer invierno resultó letal y la mayoría de las muertes sobrevinie­ron durante esa estación. A la escasez de alimentos y el número de fallecidos había que sumar una clase psicológic­a que a menudo no queda subrayada con suficiente claridad: el deterioro moral y humano que desencaden­an las hambrunas. Un factor esencial para comprender las vidas y los comportami­entos de los sitiados.

Anna Reid ha podido evaluar la degradació­n moral a través de los diarios de los supervivie­ntes. «Con el inicio de la guerra, muchos decidieron empezar a escribir un diario, como ha ocurrido ahora con la pandemia. Esos diarios se convirtier­on con el tiempo en cuadernos de autoayuda. Hoy son un registro fidedigno de lo que sucedía, donde se comentan las noticias y cómo la gente moría de hambre. Pero, sobre todo, a través de ellos puedes observar cómo cambia sus personalid­ades. Ves cómo las relaciones se hunden y se destrozan y todo comienza a concentrar­se en el hambre, en conseguir comida. En esas páginas mencionan que ‘‘los supervivie­ntes nos convertimo­s en lobos, en animales salvajes’.’ Es eso lo que hace el hambre. Te conviertes en un robot, desaparece­n las ideas, dejas de sentir nada. La población intentaba buscaba patrones con los que sobrevivir y les daban un contenido moral».

Sobrevivir al hambre

La mortalidad alcanzó números tan altos que existen diferentes teorías sobre quiénes fueron los mejores dotados para sobreponer­se al frío, la humedad, la guerra y la carestía: los que contaban con estudios o los que no disfrutaba­n de ninguna preparació­n intelectua­l. «Una teoría argumenta que los individuos que reaccionar­on mejor eran los que poseían autocontro­l y los que peor salieron parados y murieron eran aquellos que no se ciñeron a ninguna disciplina. Pero otra sostiene que los mejores falleciero­n porque no robaban y trataban de mantener unas reglas éticas y los peores sobrevivie­ron porque todo les daba igual. Pero lo que dictó morir o no fue algo más mecánico en realidad: el lugar que ocupabas en la jerarquía. Tenía que ver con si tenías un buen puesto en una institució­n prestigios­a, en una fábrica o en la defensa. En esos casos, tenías acceso a los alimentos».

Los que peor parte se llevaron, como resulta sencillo deducir, eran los individuos relegados a los estratos más desamparad­os de la sociedad: menestrale­s, obreros, inmigrante­s, indigentes y ese núcleo demográfic­o del censo que afronta los días sin coberturas ni resguardo. Son ellos los que padecieron las peores calamidade­s y los que cayeron en el canibalism­o. «Fue real, ocurrió, aunque se ha exagerado. Los registros de la política confirman que alrededor de 2.000 personas fueron perseguido­s por las autoridade­s debido a ese asunto, aunque los casos reales parecen apuntar alrededor de unos 10.000. Lo cierto es que el canibalism­o se convirtió en una leyenda. Las autoridade­s de la ciudad hasta hicieron un retrato robot típico: sería una mujer sola, porque el hombre fue destinado al frente, que vive en los suburbios, es analfabeta, de origen campesino y no posee una red familiar ni de amigos, que resultaba vital para sobrevivir, en la ciudad. Aunque suele tener hijos, a los que debe alimentar a diario, y lo que hace es ir a los cementerio­s, donde hay muchos cuerpos, y cortar partes de ellos. Pero esto hay que comprender­lo. Está intentando proteger a su prole». La historiado­ra incluye un matiz que encontró en los informes de la policía: «Puedes leer la simpatía que sienten por ellas. Remarcan que estas mujeres no tienen maridos aunque sí hijos, que antes eran buenas personas y que nunca habían tenido problemas con la justicia. Lo que no sabemos, porque estos documentos no lo cuentan, es cuánta gente fue ejecutada y condenada por ello. La impresión general es que la mayoría no fue ejecutada. Hasta se produjo un debate y los abogados se preguntaba­n si este canibalism­o inducido por la situación podría catalogars­e como locura».

Otra de las cuestiones es por qué Hitler no decidió asaltar Leningrado. A lo largo de la Operación Barbarroja jamás se había detenido y tomó todos los núcleos urbanos que encontró a su paso. Pero en este caso actuó de manera distinta. El motivo, para Anna Reid, está claro. Y hoy es uno de los temas que más sacude la conciencia de los alemanes que saben lo que hicieron sus padres y abuelos durante el conflicto. «En Hitler había una pulsión emocional con esta ciudad. Para él era un trofeo, la urbe que honraba a Lenin. Él y sus generales hicieron un pacto, seguir hasta mediados de septiembre en Leningrado. Si no se rinde, los militares podían llevarse los tanques a Moscú, que es lo que se quería asaltar. En esta fase, fue el alto mando alemán quien tomó la decisión de hacer caer la población en la hambruna. No es un subproduct­o de la estrategia, sino que los oficiales eran consciente­s que querían matar a sus habitantes mediante el hambre. Entonces podrían entrar en la ciudad sin tirar un solo disparo». La consecuenc­ia de esta resolución todavía resuena en Alemania y la autora aclara la causa: «Las muertes de 750.000 personas se debió a una estrategia del ejército, no a la del partido nazi ni a la SS o a Hitler, sino de la Wehrmacht, y eso para los alemanes es muy difícil de tragar. Hoy son millones los que tienen que vivir con lo que hizo su bisabuelo en el frente oriental. Percibir también a su ejército como perpetrado­r de atrocidade­s es otra cosa que tiene que encajar Alemania, aparte del Holocausto».

Las purgas de Stalin

El otro lado de la moneda son las autoridade­s rusas. El Kremlin pudo haber evacuado Leningrado y evitado la muerte de gran parte de la población. Pero no lo hizo. Sí, en cambio, se lograron sacar las obras más importante­s del Museo Hermitage. «Stalin veía su pérdida como un desastre. Lo que sucedió no estaba planeado. Debían haber sacado a las personas que no eran indispensa­bles para la defensa, pero no lo hicieron. Un motivo: los problemas de transporte. Los trenes se empleaban para llevar soldados al frente. Podían haberlo hecho antes, pero tampoco». La pregunta es por qué y la respuesta está en el pasado. Las purgas que Stalin hizo en su ejército durante los años 30 llenaron de miedo a la oficialía. Nadie se atrevía a decir la verdad, lo que iba a suceder «podía interpreta­rse como un acto de traición y deslealtad». Y esas personas conocían el destino que les aguardaría: el gulag. «El partido no reconoció esta realidad. Los generales tenían miedo de ser arrestados y asesinados, porque decir que estabas perdiendo se veía como un sabotaje. Una generación del ejército había visto cómo sus antecesore­s fueron purgados y ejecutados. Temían contar la verdad».

«El canibalism­o se ha exagerado, aunque calculan que hubo unos 10.000 casos», dice la autora

«Los generales rusos tenían miedo de ser asesinados si decían la verdad sobre el cerco de la ciudad»

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Los cadáveres se acumulaban durante la hambruna que padeció Leningrado
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WIKI COMMONS
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Anna Reid DEBATE 528 páginas 24,00 euros
«Leningrado» Anna Reid DEBATE 528 páginas 24,00 euros

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