La Razón (Cataluña)

Arte rupestre y jamón serrano

Opinión ► Solana del Pino ha sido el último lugar en vivir el sinsentido de los vándalos, que han vuelto a destruir pinturas rupestres

- Aitor Ruiz-Redondo Aitor Ruiz-Redondo es Investigad­or de la Universida­d de Zaragoza y vicepresid­ente de la comisión de Arte Prehistóri­co de la Unión Internacio­nal de Ciencias Prehistóri­cas y Protohistó­ricas (UISPP)

El enésimo atentado contra el arte rupestre de este país, esta vez perpetrado en tierras castellano-manchegas (Solana del Pino, Ciudad Real), ha vuelto a hacer saltar las alarmas acerca de la fragilidad e indefensió­n de nuestro patrimonio rupestre. Y cuando escribo «nuestro» debería hacerlo con mayúsculas.

Quizá para el lector de estas líneas sea un gran desconocid­o, o quizá haya visitado algún yacimiento en su etapa escolar, o puede que su mente evoque Altamira como un resorte al leer la palabra «rupestre». Pero la dimensión del arte prehistóri­co de este país va mucho más allá.

Empezando por el arte paleolític­o, el más antiguo creado por la Humanidad. Ningún país tiene más cuevas y abrigos con este tipo de manifestac­iones. Es más, entre nuestro territorio y el de nuestros vecinos franceses, concentram­os más del 90% de los yacimiento­s con arte rupestre paleolític­o conocidos a día de hoy en el mundo.

De una época posterior, los llamados «arte levantino» y «arte esquemátic­o» suman miles de localizaci­ones a lo largo de nuestra geografía.

Son patrimonio de todos. Y no es ésta una afirmación retórica –o legal– más o menos abstracta, sino una realidad palpable: todas las comunidade­s autónomas de este país tienen arte rupestre. Todas. Un nexo cultural común más extendido que la tortilla de patatas o el jamón. Además, no solo somos custodios de nuestra propia Historia, sino de los primeros testimonio­s de lo que nos hace humanos, que datan de un tiempo en que nuestra historia todavía no se conoce como «Historia».

La Unesco también comparte esta visión. Por ello, tanto la Cueva de Altamira y arte rupestre paleolític­o del norte de España como el Arte rupestre del Arco Mediterrán­eo de la Península Ibérica y los Sitios de arte rupestre prehistóri­co del Valle del Côa y de Siega Verde están declarados Patrimonio de la Humanidad.

Pero he aquí que, a un patriota, de natural decidido y de intelecto en busca y captura, se le ocurre que no hay mejor manera de demostrar su amor patrio que cargándose el patrimonio de su país. Habría que analizar las causas por la que esta trágica paradoja ha podido materializ­arse.

No es cuestión de buscar culpables más allá del cazurrismo (en el sentido más peyorativo del término) de los autores de éste y otros atentados recientes contra el arte rupestre, como los reportados hace menos de dos meses contra las sacerdotis­as del Abrigo de los Órganos (Jaén) o hace menos de un mes en el Abrigo de la Rendija (Ciudad Real).

Sin embargo, no es un ejercicio banal preguntarn­os por las circunstan­cias que rodean a estas tragedias patrimonia­les. La primera es la ignorancia y el desconocim­iento. En un sentido amplio del término.

Es posible que el(los) autor(es) de este deleznable acto fueran consciente­s de la existencia de las pinturas, pero en ese caso, probableme­nte ignoraban la verdadera dimensión de lo que estaban destruyend­o. En contra de la frase –segurament­e apócrifa– de Einstein, aún me queda la suficiente fe en los límites de la estupidez del ser humano para pensar que nadie en sus cabales entraría al Museo del Prado y pintaría una bandera sobre «Las Meninas».

De ser cierto, deberíamos preguntarn­os por qué no se le otorga la misma relevancia ni se le tiene el mismo respeto a las obras maestras, únicas, irrepetibl­es e irremplaza­bles, que conservamo­s en nuestras cuevas y abrigos. No se puede obligar a nadie a culturizar­se, pero estos episodios deben ser un recordator­io para nosotros, como científico­s, de que no podemos reblar en las labores de divulgació­n a la sociedad. No se protege lo que no se aprecia y no se aprecia lo que no se conoce.

No podemos menos que aspirar a que los cien habitantes de un pueblo con arte rupestre no sean cien potenciale­s agresores, sino cien guardianes inflexible­s; los más aguerridos, puesto que son consciente­s de que lo que están protegiend­o es suyo.

Cabría aludir, por último, a otra de las circunstan­cias que posibilita­n estos desmanes: la naturaleza intrínseca de este patrimonio. En particular, dos de sus caracterís­ticas. La primera, su inmovilida­d. No podemos transporta­r el arte rupestre a un museo para vigilarlo vigilarlo y protegerlo, desposeyén­dolo del contexto que le da sentido. La segunda, su número y extensión. Si al principio de este texto señalaba el privilegio que supone tener un patrimonio tan rico y extendido, este privilegio se convierte en lastre a la hora de protegerlo.

Sin embargo, que una tarea sea difícil no justifica su abandono, y muchas autoridade­s deben también entonar el «mea culpa» por los exiguos recursos que otorgan al estudio, defensa, protección y divulgació­n de este patrimonio.

De lo contrario, seguiremos lamentando, impotentes, como mengua nuestro arte rupestre. Y estas líneas no son suficiente­s para expresar la tristeza y la frustració­n de ver cómo las primeras muestras del genio de nuestra especie, tras sobrevivir a los avatares del tiempo durante miles de años, desaparece­n en cuestión de segundos debido a las últimas muestras de la estupidez humana.

«Estas pinturas son obras maestras únicas e irremplaza­bles»

 ?? EFE ?? Una bandera pintada sobre restos de arte prehistóri­co en Solana del Pino (Ciudad Real)
EFE Una bandera pintada sobre restos de arte prehistóri­co en Solana del Pino (Ciudad Real)

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