La Razón (Cataluña)

Más dura será la caída

Quisicosas

- Cristina López Schlichtin­g

SóloSólo los fatuos se creen indispensa­bles. Están instalados en un perpetuo presente narcisista, que les impide imaginar un mundo sin sus personas. Pero los grandes, los verdaderam­ente grandes, prescinden de sí mismos con una facilidad pasmosa. Cuando Joseph Ratzinger dimitió de Papa nos dejó con la boca abierta. A católicos y no católicos. Ni siquiera sabíamos que algo así fuese técnicamen­te posible. Con una naturalida­d doméstica, Angela Merkel ha dejado de ser cancillera y ha cogido una cesta para ir a la compra con su marido. Con un desprecio total del mundo, Francisco de Asís renunció a la buena vida de su hacendada familia y se echó literalmen­te al campo, a vivir descalzo entre ruinas. Nadie verdaderam­ente importante se da importanci­a.

El fatuo, por el contrario, es feliz de haberse conocido. Se gusta en las fotos –sea con gafas de aviador, estilo Sánchez, o con tupés imposibles, tipo Trump–. Considera una pérdida cualquier espacio y tiempo que no estén honrados con su presencia. El fatuo es digno de lástima porque cree, de veras lo cree, que es imprescind­ible.

Tanto en los casos de los sabios como los necios, la retirada viene anticipada por signos patentes y curiosamen­te comunes. Cuando el poder se desvanece, los que estaban a tu alrededor se van también. A veces por mezquindad, las más de las veces por temor. Que se lo pregunten a Pedro Cefas, el que puso pies en polvorosa.

En torno a Pablo Casado resuenan los amargos clarines de la retirada. Ya dimiten los que no quieren estar con él, ya se retiran los que prefieren horizontes prometedor­es, ya se ofrecen los que desean sucederlo. Lo normal.

Pero que no tema Pablo Casado en este paso amargo. Ha crecido al calor de una familia y una cultura que conoce con sencillez que el ser humano es prescindib­le. Que una ventana se abre donde se cierra una puerta. Que un partido puede enfilar la victoria desde una aparente derrota y un hombre iniciar un renacimien­to tras un final. Que tiemblen, por el contrario, los que se gozan con los fallos ajenos. Los que se alegran de que una formación política indispensa­ble para la estabilida­d de España pueda sufrir un varapalo. Los que educan a sus hijos en la vana creencia de que el instante llena el corazón y los bolsillos. Dimite con valor, Pablo Casado. Y deja la vanagloria para los otros. No me gusta ufanarme en augurios ni gozar con el dolor ajeno, es sólo que sé, porque la vida me lo ha enseñado, que para ellos, los que se aferran al poder, la caída será, simple e inexorable­mente, más dura.

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