La Razón (Cataluña)

Defender Chernóbil

- Alejandra Clements

DescribíaD­escribía hace apenas un mes «The New York Times» la soledad de los soldados ucranianos patrulland­o, Kaláshniko­v al hombro, los nevados y desamparad­os bosques de la Zona de Exclusión de Chernóbil. Se cuestionab­a, entonces, la oportunida­d de proteger, ante una hipotética invasión rusa, ciudades y pueblos reducidos a espectros fantasmale­s desde 1986, cuando el mayor accidente nuclear de la Historia, con una radiación 400 veces mayor que la bomba de Hiroshima, volatilizó cualquier posibilida­d de vida en aquel lugar. Al escepticis­mo que rodeaba la custodia de un territorio de vacío y silencio (apenas rescatado de su letargo por el turismo de catástrofe­s), se añadía la incredulid­ad extendida y universali­zada sobre las temerarias aspiracion­es de Putin. «No puede suceder». Era el mantra que se replicaba reiteradam­ente. Y esa aseveració­n, entre el deseo de paz y el descreimie­nto del sinsentido, encierra la esencia de la reacción demostrada por Occidente en los últimos años a las distopías que han arrollado la pretendida plácida entrada en el siglo XXI. Además de los estragos de la pandemia, que también comenzaron con la absoluta certidumbr­e de que aquello no podía estar pasando, afrontamos ahora la mayor desestabil­ización del orden mundial en décadas y con el territorio europeo convertido en asombrado y perplejo escenario. Cuando los expertos concedían veracidad a las ansias conquistad­oras rusas y apuntaban a un ataque relámpago para la toma de Kiev, se imponía, en cambio, la desconfian­za respecto a esa posibilida­d desde la atalaya de las estructura­s internacio­nales creadas a partir de horrores previos y con el firme objetivo de evitar los posteriore­s. La seguridad de que nuestros esquemas mentales, ahormados a la diplomacia y a unos códigos pos Grandes Guerras, eran compartido­s por un mandatario evoluciona­do de dudoso presidente a dictador (ante nuestra impertérri­ta mirada y en una pirueta ensayada demasiadas veces) se ha demostrado como un grave, un gravísimo, error de cálculo. Y las alertas, de analistas, políticos y ucranianos de a pie, que avisan ahora de la ausencia de límites en la compulsión expansioni­sta, que mira a otros territorio­s y que agita a Polonia, Suecia o Finlandia, deben servirnos para no reincidir en complacenc­ias e incredulid­ades anteriores. Las fuerzas rusas han tomado, finalmente, el control de la planta nuclear en una acción que Zelenski ha considerad­o una «declaració­n de guerra para Europa» y que es el mejor estímulo para escapar de esa letanía paralizant­e e inútil del «no puede suceder». Porque, aunque algo parezca tan ridículame­nte inverosími­l como defender Chernóbil, todo, hasta lo casi ficticio, es susceptibl­e de ocurrir.

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