La Razón (Cataluña)

«A mi hijo Igor le digo que estamos conociendo mundo»

►LA RAZÓN pasa un día en el centro de recepción y acogida de Pozuelo hasta donde llegan los refugiados para tramitar su acogida y sus documentos

- Susana Campo. MADRID

ConCon lo puesto y mucha incertidum­bre. Por aire, en coche o en autobús. Los ucranianos que llegan a España lo hacen exhaustos tras abandonar su patria desesperad­amente para huir de las bombas que arrasan sus hogares desde hace más de tres semanas. Sus miradas transmiten miedo y sus palabras desconcier­to. Son incapaces de explicar cuánto tiempo permanecer­án en España ni qué van a hacer en las próximas 24 horas. Muchos evitan encender la televisión para evadirse de las horribles imágenes de edificios iny iny cadáveres calcinados con los que estos días se abren todos los informativ­os. No pueden evitar emocionars­e cuando recuerdan a todos los que han dejado en su país y que no saben cuándo volverán a ver. Todas estas sensacione­s se captan en las inmediacio­nes del centro de recepción y acogida de Pozuelo hasta donde se ha trasladado LA RAZÓN para conocer cómo decenas de personas llegan cada hora para intentar regulariza­r su situación y tramitar una plaza de acogida en el sistema estatal.

El trasiego de coches, taxis, autobuses o Uber es constante en la recepción de las instalacio­nes, también el movimiento de maletas y el montaje de carritos de bebé. Hasta aquí llegan principalm­ente mujeres y niños que huyeron de los morteros y las bombas tras atravesar el centro de Europa y recorrer los más de 4.000 kilómetros que separan Madrid de la frontera polaca. «Hemos sufrido atascos interminab­les y temperatur­as muy gélidas durante el trayecto recorrido», explica Julia, de 29 años, que ha viajado con su hijo, Nicolai de solo 11 años. En la capital les esperaba Constantin­o, el padre del pequeño que reside en Madrid y al que no veían desde hace años. Casualidad­es de la vida, la guerra ha hecho que los tres vuelvan a juntarse tras años separados e inicien un proyecto común. Están esperando en el interior de un coche amarillo, el mismo con el que han viajado durante los últimos días conduciend­o hasta 1.000 kilómetros por jornada. Ya lavado, en su interior, todavía hay envoltorio­s de chocolatin­as con las que engañar al hambre. Salieron del país solo un día después de que empezaran los bombardeos en Kiev. A las doce tienen cita en este nuevo espacio, coordinado por el Ministerio de Migracione­s y gestionado por la ONG Accem, con capacidad para 400 camas y que sirve también de centro de operacione­s para tramitar la documentac­ión de los refugiados por la guerra de Ucrania, de lo que se encarga la Policía Nacional. «Venimos a gestionar la documentac­ión, entre otras cosas, para que Nicolai pueda seguir escendiado­s

He conducido con mi hijo para encontrarm­e con su padre y hemos dormido en el coche durante cuatro días»

Julia Hasta hace unos días me preocupaba­n las cortinas de mi nueva casa. Ahora no sé si seguirá en pie»

Olena

tudiando». El pequeño no entiende nada de lo que hablamos. Tan solo, muy de vez en cuando, esboza una sonrisa y mira a su padre, con quien, a partir de ahora podrá compartir sus sueños. En un precario inglés, Julia, con un rostro pálido dice que en Ucrania dejó al resto de su familia, a quienes no sabe cuándo volverá a ver y con quienes se comunica por mensajes de texto.

A paso ligero, salen del centro de acogida, Olena con su hijo Igor que llegaron a España en un autobús repleto de ucranianos, que como ellos, huyen de la barbarie desencaden­ada por el presidente ruso, Vladimir Putin. En España les espera Eugenia, una conocida que habla perfecto español y que tenía pensado viajar en dos semanas a Kiev. «Hemos huido con una mochila con dos pares de calcetines, dos pantalones y dos camisetas», dice Olena que con el rostro desencajad­o explica que a su hijo le ha dicho que «están conociendo mundo». Los menores son las principale­s víctimas inocentes de esta guerra. De los tres millones de refugiados que han escapado del conflicto, unos 1,45 millones son menores, según Unicef.

Igor le responde a su madre que «ya» está «cansado de ver mundo y quiere volver a casa». Antes de emprender la huida, los dos estuvieron viviendo en un sótano en el que no tenían agua ni electricid­ad. «Dormíamos en el suelo con el estruendo de las bombas de fondo», describe mientras saca el teléfono móvil para enseñarme una fotografía del lugar. Durante su periplo por Europa hasta España –explica Olena en boca de Eugenia– han sentido el calor y la generosida­d de todo el mundo que les ha facilitado alimentos y ropa. «Esta sudadera la recogimos de una de las bolsas con ayuda humanitari­a». Su rostro se entristece hasta casi romperse al recordar que hace solo unas semanas estaba eligiendo las cortinas de su nueva casa, una vivienda que no sabe si algún día estrenará o si estará en pie cuando termine la guerra. Desde que han llegado van todos los días hasta el centro de Pozuelo para regulariza­r su situación y tramitar el permiso de trabajo y residencia. Sin embargo, la imposibili­dad de conseguir una cita les obliga a intentarlo día tras día. Por por primera vez en la historia, Europa ha puesto en marcha una directiva de protección internacio­nal temporal para así dar una respuesta a los refugiados ucranianos. Esta herramient­a otorga permiso de residencia y de trabajo de forma inmediata y surgió después del flujo migratorio de la guerra de los Balcanes, no obstante, nunca antes se había aplicado, ni siquiera en 2015 tras la crisis migratoria derivada de la guerra en Siria. «Quiero encontrar un trabajo para sobrevivir y que Igor regrese al colegio», clama Olena.

Unos metros más alejadas del centro de acogida temporal están Irina con su bebé Zacar y su madre Luna. Están jugando con el pequeño, de solo ocho meses, y su prima, que reside en España y habla un perfecto español. Atrás dejaron Mizhhiria, una localidad al oeste del país donde dicen «todavía no han llegado las bombas». En su caso, salieron de Ucrania en autobús hasta la capital de Polonia, Varsovia, donde embarcaron en un avión hasta Madrid.

«Mi marido no ha podido venir porque tienen prohibido salir del país por si le llaman a luchar en la guerra contra Rusia. De momento está en la reserva», cuenta Irina, que muestra también su preocupaci­ón por su abuela y otros familiares que todavía siguen en Ucrania. «Mi abuela, de 72 años, se niega a abandonar su país», asegura. Su hermano –dice– es ahora agente territoria­l y controla los «check point» ucranianos. «Le hemos enviado camisetas térmicas y ropa de abrigo en una de las caravanas solidarias porque en Ucrania ya no hay de nada», explica su prima.

El trasiego de gente no cesa aunque no se registran grandes tumultos ni aglomeraci­ones. Entre las redes de ayuda están Helena y Natalia, dos rusas que viven en España y acompañan a Nadia y Tania, dos ucranianas. «Somos hermanos y esta guerra no tiene sentido», es su argumento.

Mi abuela se niega a abandonar nuestro país y yo me he venido con mi hijo de solo ocho meses para que no le maten»

Irina

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FOTOS: ALBERTO R. ROLDÁN
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