Buen pulso narrativo
Hoy me ocupo de la novela «Los prodigios de Gillingham» de José Francisco Rodil (editorial Velasco), un autor del que ya he hablado en esta columna y que aúna magistralmente su doble faceta: la de periodista (en varios medios de comunicación audiovisuales y escritos, incluso con cargos de responsabilidad) y la de escritor, pues narra sus historias con mano certera, con un léxico culto al alcance de muy pocos y con una imaginación sorprendente, acunada en una erudición significativa, tras la que hay un trabajo serio de estudio y de investigación. La novela que hoy comento es una delicia y se lee de un tirón. Con la excusa de un personaje curioso (calificado de taumaturgo), un tal William Gillingham, el escritor repasa los recuerdos del protagonista y su pandilla, en los últimos estertores del franquismo, en una castiza calle que nace en la plaza de Cristo Rey de Madrid, y una serie de personajes deliciosos y bien caracterizados que pululan por el barrio. Con memoria omnisciente, mezcla acertadamente esos recuerdos con pinceladas de la España predemocrática, con una investigación que el protagonista y su amigo de la infancia Cuco, al estilo del padre Brown de Chesterton, llevan a cabo en sus vidas ya adultas. El personaje resulta ser una caja de sorpresas tanto para los habitantes del barrio como para los lectores. No les voy a desvelar importantes hechos de la trama, porque Rodil nos va dando una sorpresa tras otra y, cuando todo parece desvanecerse, una fotografía caída de un libro va a dar las claves de esa investigación que hacía agua cuando ya estaba casi conclusa. Una novela bien armada, un dominio de la lengua excelente (la tentación que me surge ahora es decir «a pesar de ser periodista»), pero, tras el autor, hay una sólida formación académica. La he disfrutado: por si se animan.