Matías G. Rebolledo. Adrián Silvestre Nosotras, las trans
«Mi vacío y yo», a competición en la Sección Oficial, narra el viaje identitario, físico y sexual, de una joven
AaunqueAaunque el análisis somero o interesado diga lo contrario, el cine español, al menos a su nivel de prestigio y reconocimiento, todavía no abraza las historias que vienen de más allá de los márgenes. Es difícil, por ejemplo, encontrar películas ganadoras del Goya en las que las sexualidades no hegemónicas tengan un peso superior a la anécdota o en las que, al menos, el testimonio no obedezca a una impostura. Por eso, la irrupción de Adrián Silvestre (Valencia, 1981) en nuestro panorama fílmico, primero con «Los objetos amorosos» (2016) y, más recientemente, con la orfebrería narrativa de «Sedimentos» (2021), no solo es una buena noticia en términos de inclusión, aquí sí anecdótico, sino que nos habla de una de esas raras ocasiones en las que un realizador escapa a la tendencia para tejer en empatía un mundo de referentes propios.
Sin liberarse todavía del impacto de su elegía sobre la transexualidad cruzada por lo rural, Silvestre presentó ayer en Málaga, dentro de la sección competitiva, «Mi vacío y yo». Seleccionada también en el Festival de Rotterdam, especializado en emborronar las fronteras entre realidad y ficción, la película sigue a Raphaëlle Pérez, una joven trans recién llegada a Barcelona en su viaje por la identidad, la sexualidad y el arte. Con guion de Carlos Marqués-Marcet («Los días que vendrán»), la película es un compendio de experiencias vitales de la propia Pérez y las mujeres trans de i-Vaginarium, un proyecto en el que el propio director lleva años implicado y que, de algún modo, funciona como un lugar seguro de expresión para quienes forman el colectivo. Entre citas de Tinder, decepciones y la misma duda sobre si completar o no la transición, el de «Raphi» y Silvestre es un «tableau vivant» contextual sobre una realidad compleja y necesitada de taquígrafos en su discusión.
Virtud del trauma
«El pacto original para la película era distinto. De inmediato conecté con las pulsiones artísticas de Raphi, pero al desarrollar una amistad en el rodaje nos dimos cuenta de que había momentos de verdad que iban más allá de lo que habíamos previsto», explica a LA RAZÓN Silvestre sobre los instantes casi documentales de su película en los que asistimos a las reuniones médicas de Pérez, a sus dispares encuentros sexuales o al nacimiento de la obra de teatro que, en una pirueta metafílmica, dio origen al metraje: «Me cuesta hablar de tonos, porque el cine es un reflejo de la vida y te puedes reír, por ejemplo, de cosas que te han pasado y que son muy jodidas. Cuando nos acercamos al sexo fue duro, no por la desnudez o por las escenas en sí, sino por el esfuerzo que exigía a Raphi regresar a experiencias traumáticas un momento, en la ficción, y luego seguir rodando otras partes de la película», añade.
En esa ontología del amor propio que construye Silvestre, donde la cámara se sitúa a media altura para añadirle pedagogía al todo, la película también es debate, que no propaganda: «No tenía sentido que yo intentara imponer mi visión de lo trans a nadie. Quería dar voz al colectivo y hacer explícitas sus posturas en la película sin que ninguna resultara favorecida. Quise tratar de ser objetivo en lo subjetivo», confiesa antes de seguir: «No puedes ficcionar las experiencias, la alegría del descubrimiento o el dolor del rechazo. No me interesaba lo didáctico, me interesaba lo verdadero. Ese debate no es tóxico». Antes de despedirse, el realizador aporta luz sobre esa eterna discusión entre el margen y lo «mainstream», y sobre lo ponzoñoso de la palabra traición a la hora de llegar a públicos más grandes: «Lo LGBTQ no fue nunca poroso quizá como mecanismo de protección. Ya es hora de trascender ese nicho y debatir sobre y con lo desconocido».