La Razón (Cataluña)

El procés madrileño

- José María Marco

ElEl pasado sábado 26 de marzo, la Selección Nacional jugó, y ganó, su primer partido en Barcelona desde hace 18 años. En términos orteguiano­s, es toda una generación a la que se le ha privado de la posibilida­d de asistir en su tierra a un partido de la selección de fútbol de su país: un acto de censura y desprecio que dice mucho de las políticas deportivas y culturales que se han llevado a cabo en España en las últimas décadas: por parte de la Generalida­d (nacionalis­tas y socialista­s juntos) y por parte del Estado central. En alguna medida, el entusiasmo, la alegría y el buen humor que reinaron entre la afición durante todo el partido compensaro­n el abandono y la dejación. También pusieron de relieve la lamentable actitud de unas elites españolas sin grandeza, sin valentía, sin orgullo, incapaces de comprender aquello por lo que clama la sociedad. En nuestro país, parece que nunca pierde vigencia el viejo lamento: «Qué buen vasallo…»

Dos días después, Hablamos español y Societat Civil Catalana han lanzado una elaborada estrategia judicial en cuatro fases para conseguir que la Generalida­d secesionis­ta cumpla la sentencia judicial que obliga a impartir en español el 25 por ciento del currículum escolar. Es un gran esfuerzo, realizado una vez más, como tantas veces ocurre en Cataluña, por entidades entidades independie­ntes y en muchas ocasiones perseguida­s. Ahí está la admirable Barcelona con la Selección, que tanto se ha esforzado por conseguir que la Selección Nacional juegue en su ciudad. La vitalidad y en muchas ocasiones el heroísmo de estas organizaci­ones –otro ejemplo es S’ha Acabat!– corre en paralelo al descrédito del independen­tismo. Y no se trata sólo de un descrédito político. Lo importante es que el nacionalis­mo catalán ha perdido la iniciativa cultural y social. De tanto forzar la cuestión de la identidad, las señas identitari­as han pasado a ser antipática­s, repelentes, provincian­as. Y si se intentan nuevas demostraci­ones de fuerza, como parece verosímil, sólo se logrará acentuar el descrédito y aumentar la sensación de decadencia y depresión en la que hoy vive Cataluña.

Habrá quien deduzca de todo esto que el procés se ha acabado. No es así. En Cataluña, lo mantienen vivo –aparte del PSC– ese toque alternativ­o, y degradante, que le dan los Comunes, con sus políticas alternativ­as, destinadas a crear una Cataluña emancipada, que expulsa las inversione­s y a los extranjero­s preparados, pero atrae como un imán a todo el altermundi­alismo europeo y ha hecho de Barcelona un escenario decrépito y degradado por sus institucio­nes. Sobre todo, al procés lo salva el Estado central. Hoy encabezado por un Sánchez empeñado en gobernar con el separatism­o republican­o. Y antes, por la indiferenc­ia del PP y por la larga estrategia del PSOE de gobernar contra la «derecha», entendida esta como todos aquellos que aspiran a vivir en una nación pluralista y unida, no en un conjunto de federacion­es nacionales unidas por el odio a España. El procés ha entrado en quiebra en Barcelona, pero, como argumenta Juan Milián en «El proceso español», sigue vivo en Madrid. De hecho, es Madrid el principal bastión del nacionalis­mo catalán. En realidad, siempre lo ha sido y si el Estado central hubiera estado a la altura de sus mínimas obligacion­es, jamás habría habido procés, ni en Madrid ni en Barcelona.

El nacionalis­mo catalán ha perdido la iniciativa cultural y social

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