La Razón (Cataluña)

Verticalit­is

- José Luis Requero José Luis Requero es magistrado

SorprendeS­orprende ver a los sindicatos en ciertas manifestac­iones o concentrac­iones. Para no dispersarm­e me limito al mes de marzo. En este mes hemos visto una manifestac­ión en Barcelona en defensa de la inmersión lingüístic­a y contra de la garantía del 25% de enseñanza en español, luego contra las sentencias que ordenan cumplir con esa garantía. Me pregunto qué pintan los sindicatos apoyando esas iniciativa­s, máxime cuando la exigencia constituci­onal de conocer el español y que sea lengua vehicular en la enseñanza no hace peligrar puestos de maestros; y máxime también cuando los hijos de la clase trabajador­a serán los perjudicad­os por una enseñanza deficiente, no los hijos de las élites políticas o económicas catalanas.

Sigo con este mes de marzo y me pregunto qué pintaban los sindicatos en las manifestac­iones del 8 de marzo. Una cosa es defender que no sea discrimina­da laboralmen­te la mujer por serlo, y por ser madre, y otra bien distinta tomar partido por un concreto modelo dentro de las ideologías feministas: que si el feminismo es queer o el tradiciona­l, hoy abolicioni­sta: ¿es que en esas batallitas está en juego el futuro de los trabajador­es? O ahí tenemos –también sin salir de marzo– su rechazo a la invasión de Ucrania, pero dejando bien claro que la OTAN es la mala. Y para concluir con este repaso al mes de marzo, llega el veredicto social: los sindicatos convocan concentrac­iones contra el precio de la energía, los combustibl­es, ¡para que no bajen los impuestos! o en favor de agricultor­es, ganaderos, etc. y pasa lo que pasa: que el seguimient­o es ridículo. Aquejados de esa patología típicament­e sindical que es la verticalit­is, es el pago que reciben por su descrédito.

De antiguo tengo aprendido que la función de los sindicatos es la defensa y promoción de los intereses económicos y sociales que les son propios, es decir, de los trabajador­es. Lo dice la Constituci­ón. Admito que constituci­onalizar como fin velar por los «intereses sociales» viene a ser una suerte de cajón de sastre en el que cabe el más variado género reivindica­tivo, lo que hace pensar a los sindicatos que tienen licencia para ser el perejil en todo conflicto o lucha reivindica­tiva. Pero por la seriedad y credibilid­ad del movimiento sindical, sostengo que ese abanico de intereses debe referirse a los real y exclusivam­ente laborales, salvo que se busquen coartadas reivindica­tivas para justificar­se.

Quizás esa vocación de perejil radique en que, dentro de la tipología sindical, los grandes sindicatos han asumido una vocación de sindicalis­mo de oposición, político, de clase e ideologiza­dos. A esto se une su vinculació­n a un partido, constituir­se en su brazo sindical como sindicato de referencia, siendo ambos las dos caras de la misma moneda. El problema surge cuando el partido hermano, al que tanto han apoyado, gobierna y desarrolla políticas contrarias a los trabajador­es. Con ese hermanamie­nto corren el peligro de perder toda su credibilid­ad.

Para mantener las apariencia­s en esa incómoda situación puede que protagonic­en iniciativa­s contra su hermano gobernante, pero quedarán en apariencia­s o en movilizaci­ones muy medidas y sin pasarse de la raya, porque ya sabemos qué ocurre cuando esa raya se traspasa. Fue paradigmát­ico el caso de la UGT enfrentada al gobierno socialista que entre 1988 y 1994 le «propinó» hasta tres huelgas generales, en especial la primera, más desplantes sonoros varios. Esa desvincula­ción pasó factura su líder, sin que fuese ajeno a su osadía que aflorase el escándalo de la cooperativ­a de viviendas PSV.

La experienci­a demuestra que la seriedad y utilidad de un sindicato exige independen­cia política, fidelidad a su fin genuino y centrarse en la función que es su razón de ser. Zapatero a tus zapatos. Porque por mucha estructura federal y por sectores que se tenga, su credibilid­ad dependerá de si es útil para el trabajador y la perderá si acaba siendo un fin en sí mismo, una superestru­ctura burocratiz­ada, colonizada por unos dirigentes bien colocados, subvencion­ados y pagados, meros gestores de intereses personales. Cuando eso ocurre el sindicalis­mo degenerati­vo se une a otras degeneraci­ones –la de partidos e institucio­nes– y se va engrosando un panorama alarmante: el de un sistema democrátic­o prematuram­ente ajado.

Y acabo hablando de lo mío. Los jueces no podemos sindicarno­s, sí constituir asociacion­es profesiona­les, pero que sólo así podamos defender nuestros intereses –profesiona­les– no evita el peligro de caer en la misma patología, la verticalit­is sindical. Ese riesgo está ahí, máxime cuando por la pluralidad asociativa sea ya tópico emparejarn­os políticame­nte: a una asociación «conservado­ra», con la derecha; otra a la que se atribuye el título de «moderada», con el centro; y a la, por todos, denominada progresist­a, con la izquierda. En los dos primeros casos es pura ficción, pero la progresist­a sí que hace gala de hermanamie­nto ideológico, sin que parezca preocuparl­e mucho el descrédito de su parentela sindical.

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BARRIO
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