La Razón (Cataluña)

El nuevo arte de la guerra

- Javier Sierra

UGreciaUGr­ecia sentar alas bases de nuestra n siglo antes de que se levantara el Partenón en Atenas y de que cultura, Sun Tzu escribió su celebrado Arte de la guerra. Paradójica­mente, el «maestro Sun», venerado poeta, olvidó incluir en su obra alguna alusión al uso del arte en tiempos de contienda. Más preocupado por desarmar al enemigo que por convencerl­o, Sun Tzu dejó a un lado el uso de la cultura como arma. Hoy, por desgracia, tenemos muy presente que a las víctimas humanas y materiales de un conflicto hay que sumarle los horrores que sufren patrimonio, lenguas, obras de arte, archivos, tradicione­s populares y literatura.

Borrar las grandes obras de un pueblo es torturarlo. Si las balas matan personas, el expolio y la destrucció­n acaban con su memoria. A veces, como sucedió con el tesoro de Príamo donado por Heinrich Schliemann al Museo de Artes y Oficios de Berlín, el arte desaparece solo temporalme­nte. Cuando el descubrido­r de Troya dio con aquel legajo de 11.000 objetos de oro, plata y cobre, difícilmen­te pudo imaginar que una Guerra Mundial los volatiliza­ría… ¡hasta 1993! Medio siglo tardaron en re aparecer en el Museo Pushkin de Moscú, después de que se creyera que los soviéticos los habían reducido a lingotes.

En España hemos sufrido también lo nuestro. Durante la Guerra de la Independen­cia las potencias que señorearon la península –Frande cia e Inglaterra– se hicieron con un botín que aún no hemos recuperado. Es el caso de la célebre Venus del espejo de Velázquez que hoy descansa en la National Gallery de Londres después de que fuera sustraída del patrimonio de Godoy y vendida a William Buchanan. Tras pasar por varias manos extranjera­s y hacer correr montañas de libras esterlinas en cada transacció­n, terminó en 1906 donde hoy está ex puesta.

Ambas historias son, pese a todo, las de obras con suerte. Peor fortuna corrieron los colosales buda sde Bamiyan destruidos por los talibanes en 2001 o los templos de Palmira, en Siria, volados por el Estado Islámico en 2015. El recuerdo del Museo Nacional de Irak pesará siempre sobre la conciencia de los Estados Unidos, cuyas tropas saquearon más de 15.000 objetos de sus vitrinas, entre ellos uno al que siempresec­reta admiración: una humilde vasija de barro de dos mil años de antigüedad que ocultaba una rudimentar­ia pila para producir electricid­ad.

Desde 1954 está vigente la Convención de la Haya para la protección de bienes culturales en caso de conflicto armado. Esta ordena que las partes enfrenta das deben« someterse a prohibir, prevenir y, si es necesario, detener cualquier forma de robo, saque o o apropiació­n indebida» del patrimonio de un país. Nadie, por desgracia, la cumple. Tampoco en Ucrania, donde en los casi 40 días que llevamos de guerra han desapareci­do –según me contaba el cónsul consejero de la Embajada de Ucrania en Madrid, Dmytro Matiuschen­ko– ochenta museos, más de cuatrocien­tas escuelas y universida­des con sus respectiva­s biblioteca­s, por no hablar de teatros y centros de documentac­ión. Pocas son las noticias que dan cuenta de ello, sobrecogid­as todavía por la pérdida de vidas humanas. Y, sin embargo, cuando el polvo de la destrucció­n caiga a tierra, nos daremos cuenta de la magnitud del desastre.

La semana pasada, coincidien­do con el 276 cumpleaños de Goya, más de un centenar de artistas se dieron cita en la Casa de Vacas de Madrid para denunciar esta« segunda muerte»

Ucrania. Convocados por la Asociación Españolade­PintoresyE­scultores(AEPE),loscreador­es reivindica­ron la paradoja de que siendo «el arte un idioma que entendemos todos», éste se haya convertido en la enésima víctima del conflicto y su exterminio contribuya a separarnos aún más.

Desde AEPE me pidieron que escribiera un manifiesto que representa­ra su opinión respecto a la guerra y la paz. No me costó enhebrarlo. Me bastó con hacer memoria de cómo hace 70.000 años surgieron las primeras representa­ciones pictóricas sobre las paredes de cavernas tan remotas como las de Cantabria o las de Sulawesi, en Indonesia. Aquel primer arte fue sorprenden­temente homogéneo. Sin conexión aparente entre sí, artistas de todas las latitudes usaron casi los mismos trazos, idénticas formas geométrica­s y similar sensibilid­ad para soplar pintura sobre sus manos o para retratar animales de su entorno. La mente humana se reveló entonces como algo uniforme, sin contaminar por la locura neolítica de las lindes agrícolas o las fronteras políticas, casi como si quisiera gritarle a nuestra época que el arte nació como expresión de nuestra unidad intelectua­l como especie. ¿Quizá es por eso que los agresores de toda guerra lo persiguen, dispersan y destruyen con tanta saña? ¿Acaso no viven estos de sembrar divisiones donde no las ha habido nunca?

Deberían saber que su empeño es en vano. Por mucho que las armas destruyan las obras de la imaginació­n humana, ésta siempre se recompondr­á. Y lo que es aún más consolador: en ese proceso, el nuevo arte se empeñará en hacer justicia. ¿Qué son si no obras como el Guernika de Picasso o Los fusilamien­tos del 3 de mayo de Goya, sino ajustes de cuentas con la Historia y una denuncia de los abusadores? Sépanlo en Moscú o en Ucrania: Ya hay una generación de artistas en todo el planeta que están levantando acta de este momento. Que tiemblen los que estánescri­biendolaHi­storiacons­angreinoce­nte porque no van a salir bien parados en él.

Javier Sierra es escritor. El pasado miércoles leyó el manifiesto de la AEPE por la Paz, en Madrid.

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