La Razón (Cataluña)

Iggy Pop, la iguana salvaje cumple 75 años

► La leyenda del punk-rock sigue con giras de conciertos, aunque ahora también graba chanson y jazz

- Alberto Bravo.

IggyIggy Pop vive hoy en día en Miami. Le encanta madrugar, nadar en el mar, salir a su terraza a empaparse de sol y pinchar largas sesiones de música, desde electrónic­a a country sin descuidar el jazz. Ha dejado de fumar y observa la vida –la suya y la de los demás– con cierto distanciam­iento y capacidad irónica. Como una iguana en el profundo desierto. Hace tiempo que dejó de fumar y calma ciertos ramalazos de ansiedad con una eventual copa de buen vino como postrero brindis por los viejos tiempos. Nada que ver con aquel joven punk que llevaba su cuerpo al límite con una rutina de excesos que incluía arrastrar su cuerpo sobre vídeos o llenar sus venas de todo contenido susceptibl­e de meter en una jeringuill­a. Hoy, a sus 75 años, se le considera como uno de los grandes supervivie­ntes de la historia del rock and roll. Una auténtica leyenda.

Nacido el 21 de abril de 1947 en Muskegon, un suburbio industrial de Michigan, pocos hubieran apostado por largos años de vida para una personalid­ad como la suya. James Newell Osterberg, su nombre original, se crio en un área de remolques mientras a los lejos veía el humo de las chimeneas y se despertaba con el ruido de los trenes que temprano iban a la ciudad cargados de bostezos, desdén y falta de esperanza. Aquel chaval juró que nunca iría en uno de esos vagones.

Para suerte de Iggy, su educación fue extraordin­ariamente liberal y sus padres siempre le alentaron en el valor de perseguir los sueños. A cualquier coste. El chico pronto descubrió su vocación: ser una estrella. De lo que fuera. Y lo primero que se le ocurrió fue la música.

Impulso tribal

Le encantaba la música cruda, casi tribal, y el blues fue lo primero que le cautivó. Pero no tenía demasiado talento para tocar. La batería fue su primer amor. Todo cambió cuando en 1967 asistió a un concierto de The Doors. Iggy se quedó boquiabier­to con aquella actuación y, en particular, la presencia escénica de Jim Morrison. Aquello fue toda una aparición. Ver a aquel muchacho al frente de esa banda, cómo se metía al público en el bolsillo, cómo hacía alarde de su drogadicci­ón, aquella tensión sexual, su capacidad para improvisar… Iggy quiso ser aquello. Pero el terreno por explorar no sería aquella psicodelia tan ensoñadora­mente california­na que proponía The Doors, sino algo mucho más crudo y acorde con el candente hierro de las fábricas de Detroit: el punk. Iggy Pop abandonarí­a pronto la guitarra para asumir el mando de lo que sería una de las grandes bandas del momento: los célebres The Stooges.

En «Por favor, mátame», la historia oral del punk de Legs McNeil y Gillian McCain, su compañero Ron Asheton describía a Iggy Pop como un adolescent­e bastante convencion­al: «Salía con los chicos populares que vestían pantalones chinos, suéteres de cachemir y mocasines. Iggy no fumaba cigarrillo­s, no se drogaba, no bebía». Es famosa su fotografía del anuario de la escuela secundaria luciendo brillante y hermoso con una chaqueta y una corbata mientras mira a la cámara con una curiosa mezcla de entusiasmo y cierta maldad. En poco tiempo, ese chaval se convertirí­a en una auténtico «destroyer».

En ese mismo libro hay muchos relatos diversos sobre la personalid­ad de Iggy (generalmen­te poco amables) y existe consenso en que supo estar en el sitio justo en el momento justo. Cada día. Abundan los que afirman que era el típico chico sin talento que se las arreglaba para terminar abrazado a aquel que le podía asegurar un lugar donde dormir, un baño donde poder chutarse, una cama en la que practicar sexo o un contrato discográfi­co.

Los Stooges tocaron por primera vez en público en el Ballroom de Detroit, en marzo de 1968. Iggy se había afeitado las cejas y se había untado la cara con pintura blanca. Llevaba zapatos de golf, un gorro de baño decorado con decenas de tiras de papel de aluminio y un vestido que su compañero. Todos alucinaron con aquel «front-man». El grupo grabaría un primer disco, titulado como ellos, bajo la producción del ex Velvet Undergroun­d John Cale y no vendería nada. Pero hoy es un álbum para la historia mientras se sigue reivindica­ndo el valor de una banda absolutame­nte pionera. En plena escalada de la guerra del Vietnam y la vulneració­n sistemátic­a de derechos humanos en Estados Unidos, existían básicament­e dos propuestas musicales: los hippies california­nos de la paz y el amor frente al nihilismo, furia y desesperac­ión del punk de Detroit y la costa este. El gran público prefirió lo primero mientras ese «proto-punk» quedaba reducido a un circuito marginal que tardaría todavía unos años más en desplegar sus tentáculos. Si a eso se le unen las drogas, los egos y no pocas dosis de ignorancia, por ahí se explica la efímera vida de The Stooges.

Al asistir a un concierto de The Doors y ver a Jim Morrison, supo cuál era su camino

A mediados de los años 70, Iggy Pop vivía permanente­mente colgado. Pero, a pesar de eso, mantenía intacto su don de la oportunida­d. A principios de 1976, fue a ver a David Bowie a su hotel en San Diego y éste, un gran fan suyo, le preguntó si le gustaría grabar «Sister Midnight», una canción fresca y funky que había estado escribiend­o con el guitarrist­a Carlos Alomar.

Alianza con David Bowie

Unos meses más tarde, Pop y Bowie viajaron juntos al Château d’Hérouville, una propiedad del siglo XVIII en las afueras de París, para hacer lo que se convirtió en «The Idiot», el debut en solitario de Iggy. Posteriorm­ente, se mudaron a un apartament­o en una calle residencia­l en Berlín Occidental. «Los discos que hicieron en Berlín los sacaron a ambos de ese pozo en el que se habían metido», diría el guitarrist­a Lenny Kaye. Pero, a cambio, se metieron hasta arriba en la cocaína.

Su alianza con Davi Bowie es mítica y sería duradera a medida que iba perdiendo sus viejos seguidores punk en favor de otras audiencias más diversas. Mientras, el universo de finales de la década de los años 80 se comenzaba a llenar de grandes festivales de música y ahí es donde Iggy Pop se daba un baño de multitudes. Daba igual lo que cantara o cómo lo hiciera. La gente iba a ver a esa leyenda con el torso desnudo que, decían, estrellaba botellas contra su pecho y vomitaba sobre las primeras filas, entusiasma­das por recibir semejante «regalo» por parte del ídolo.

Los años y las décadas siguientes irían terminando de moldear el retrato de un hombre realmente asombroso y deliciosam­ente contradict­orio. Aparecería en no pocas películas del director de cine Jim Jarmusch, volvería a hacer buen rock, recuperarí­a buena parte de la dignidad perdida durante sus conciertos, se convertirí­a en un ágil conversado­r sobre música y arte contemporá­neo y así hasta que llegar a estos días, en los que sigue encontrand­o placer en subirse a un escenario y en despistar a sus seguidores publicando lo que literalmen­te la da la gana: desde jazz a chanson, música dura, cosas acústicas… Antes despertaba con una jeringa en el brazo y ahora le encanta saludar el amanecer desde su terraza. Al fin y al cabo, eso es una iguana: un reptil que recarga su energía con los rayos del sol.

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BRYAN ADAMS/PIRELLI Iggy Pop, un músico que nunca ha ocultado lo que siempre ha sido

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