La Razón (Cataluña)

Oh, my God, vuelven los Crawley

- Carmen L. LOBO

Anoche soñé que volvía a Downton Abbey. No para visitar fantasmas celosos y perfumados ni para esquivar los ataques furibundos de una ama de llaves enamorada, sino para echar un vistazo de cerca a la encantador­amente frívola familia Crawley, más inglesa que el té de la cinco, más irónica que el actual príncipe Carlos, más decadente que su propia y majestuosa mansión. Allí están, en efecto, siempre de punta en blanco y lánguidos, como posando para el fotógrafo del rey (de hecho, en la primera entrega cinematogr­áfica de la saga basada en la excelente serie los salones del clan acogían un baile de los monarcas). Estamos en 1928, y la socarrona anciana Violet recibe de herencia una villa en La Riviera tras la muerte de un noble francés junto al que, de joven, pasó una semana... Sospechoso, piensan los Crawley, una parte de los cuales viajará hasta allí para conocer la casa, al hijo del finado y a la viuda de este, que no soporta la idea de que una de «sus» propiedade­s pase a estos estirados ingleses. Mientras, los que se han quedado en Downton Downton Abbey deciden acoger el rodaje de una película muda aunque el cine sonoro ya comience a triunfar. ¿La razón? Por muy pijos que sean, los Crawley no tienen dinero para reparar las goteras de la buhardilla y la productora les pagará generosame­nte por prestarle varias habitacion­es ante el espanto de Violet: «Preferiría antes trabajar en una mina», dice cuando los ve actuar. Ligera, elegante, divertida y deliciosam­ente frívola, «Downton Abbey» acaba una década y, posiblemen­te, comenzará pronto otra si la taquilla se rinde de nuevo ante las alegres desventura­s de estos personajes. Su Jerez, milady.

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