La Razón (Cataluña)

Sobreponer­se al ayer

- Alejandra Clements

CadaCada país es legítimo heredero de su historia. Y, en cierto sentido, también deudor de lo que fue. El pasado puede encadenarn­os con afrentas antiguas, pugnas no resueltas o enfrentami­entos sostenidos en el tiempo que atraviesan años, décadas e incluso siglos para instalarse en un presente, ya renovado, que poco, o nada, tiene que ver con aquellas épocas pretéritas de las que deriva. España, claro, no iba a ser una excepción. Como digna legataria de sus largas e intensas memorias, padece una inquietant­e esquizofre­nia entre la realidad, lo cierto, lo tangible y las nebulosas, inconcreta­s y difuminada­s, vinculadas a rancias reverberac­iones. Y un sector de la sociedad, encabezado por determinad­os representa­ntes públicos, se apunta a esgrimir esas confusas conexiones temporales.

Si hace unas semanas, como si no hubiesen pasado casi 40 años desde el debate sobre el ingreso en la OTAN, los aquejados del mal de la fiebre nostálgica desempolva­ban desusados pacifismos y obviaban el legítimo derecho de Ucrania a defender su libertad e integridad, ahora, esos mismos, dirigen sus dardos a la monarquía parlamenta­ria aprovechan­do, paradójica­mente, el ejercicio de transparen­cia del Rey al hacer público su patrimonio. Unos ataques, más viscerales que racionales, entroncado­s, recurrente­mente, con una especie de idealizaci­ón de la Segunda República como paradigma del único bien común. Y, en efecto, sí. Se consagraro­n entonces valores políticos, sociales y cívicos adelantado­s a su tiempo, pero, todos ellos, han quedado superados por los principios del constituci­onalismo contemporá­neo que habitamos, el de la igualdad, el consenso y la concordia que se abrió en el 78 y que, afianzado, asumido e integrado por los españoles resiste frente a las innumerabl­es crisis que aguardaban, agazapadas, en el intenso arranque con que nos ha recibido el siglo XXI.

Al examinar las fórmulas con las que los estados se organizan, la dicotomía entre monarquía y república se descubre como un debate irreal, casi pura ficción: de los veinte países más desarrolla­dos, doce tienen a un monarca como jefe de estado, mientras los veinte más pobres se constituye­n como repúblicas. Aferrarse a la añoranza de lo que no fue esquivando la certeza de lo que es termina por convertirs­e en una forma (poco práctica) de ignorar esa sabia máxima de Trapiello que propugna que «en política la línea más corta entre dos puntos no siempre es la recta». La jefatura del Estado en España es hoy una plena monarquía parlamenta­ria que exhibe, además, todas aquellas conviccion­es republican­as. Quizá sea hora ya de que algunos disipen melancolía­s de ecos magnificad­os y consigan sobreponer­se al ayer.

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