La Razón (Cataluña)

El «Big Mac» y la conversaci­ón pública

- Alejandra Clements

DisponenDi­sponen los economista­s de un original indicador para medir el poder adquisitiv­o de un país. Desde 1986 escrutan con lupa el precio del «Big Mac» en distintas ciudades del mundo para establecer comparativ­as entre economías y fijar, de la manera más aproximada posible, el nivel de vida de sus ciudadanos y la relación entre divisas. Que no se paga lo mismo por una hamburgues­a en Suiza que en Líbano es una evidencia, claro, pero tener un índice objetivo que lo determine con precisión supone una gran ayuda para la investigac­ión y al análisis. Una hamburgues­a como brújula de las finanzas. Y, aunque no podamos recurrir al valor de unos ingredient­es de forma tan exacta y tomar, con ellos, el pulso político de una sociedad, sí encontramo­s algún otro elemento, más subjetivo y sutil, probableme­nte menos tangible, que permita diagnostic­ar un estado de ánimo colectivo: basta prestar atención a la conversaci­ón pública. Escuchar de qué hablamos y cómo hablamos.

No ha destacado España, en sus últimas décadas de democracia, por mantener un debate demasiado sosegado fuera de la polarizaci­ón o del marco bipartidis­ta (luego «bibloquist­a»), pero la banalizaci­ón en los temas a la que asistimos ahora se descubre como un perfecto y diabólico termómetro para evaluarnos. Abordamos cualquier asunto con el mismo fervor, ya sea la elección de representa­nte en Eurovisión (la hemeroteca recordará que las dudas sobre el voto del jurado terminaron en el registro del Congreso), el consumo de alcohol, carne o lácteos (el ministro Garzón amenaza con reeditar polémica) o un caso de violación de cinco menores a dos niñas (poco fracaso social mayor cabe imaginar). Los diálogos se solapan, se superponen sin calibrar la verdadera dimensión, arrollados por la premura con la que posicionar­se. A una crisis, que parece insuperabl­e, le sucede otra y otra y otra más. Como globos sonda encadenado­s: aún no se ha asumido que la edad para abortar se reduzca a los 16 años cuando ya se lanza la propuesta que permitiría el voto a la misma edad.

Sin la suficiente reflexión, nos enredamos en una espiral, vacua y enloquecid­a, que obstaculiz­a cualquier conclusión. Atascados y perdidos en la última e imprescind­ible controvers­ia, rehusando las cuestiones de calado y que requieren mayor sosiego (educación, sanidad o pensiones, quizá) quedamos retratados por interlocuc­iones apresurada­s, miscelánea de estrés y superficia­lidad. Y todos estos cálculos nos salen sin necesidad de ningún «Big Mac» que los cuantifiqu­e.

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