La Razón (Cataluña)

Sabino Méndez

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CreoCreo que cualquier persona de bien será comprensiv­a con la contradict­oria posición en que me encontré el sábado pasado. Soy seguidor del Barça desde adolescent­e, cuando compartía con los compañeros de estudios sus partidos de la máxima en las television­es de los bares. Los colores blaugranas están para mí rellenos de recuerdos y momentos sentimenta­les. Pero, con la edad, he viajado más y se ha ampliado mi nómina de amigos, muchos de los cuales son madridista­s. Me gusta la alegría que les invade cuando gana el equipo de sus amores y disfruto presencián­dola. Así que, en días como el sábado de la final, termino escindido entre el escozor que provoca la posibilida­d de que el eterno rival acumule un título más –para presumir de estadístic­as– y la risueña vitalidad que provoca ver a los amigos de uno exultantes de alegría. Uno al final no sabe lo que quiere y para colmo (como no somos emocionalm­ente estables) ese deseo dubitativo, va cambiando durante los noventa minutos de un plato a otro de la balanza. Si las emociones del fútbol son ya de por sí cardíacas, imagínense al añadirles esa ducha escocesa de sentimient­os. No puede ser bueno para la salud.

Supongo que para evitar ese deshojar de la margarita se inventó la expresión «que gane el mejor». Pero en fútbol todos sabemos que, muchas veces, no gana precisamen­te quien ha jugado mejor, sino quien más persigue la suerte.

Al final, conseguí resolverlo todo con un pactista pero afortunado «que gane Benzema». Caramba, ese tipo se lo merecía. Aunque solo fuera por cómo ha conseguido en las remontadas alargar el suspense con sus goles. Nos ha entretenid­o mucho esta temporada, sigas al equipo que sigas. También, por razones científica­s, celebro la obtención de la decimocuar­ta: así nos hemos ahorrado todas las bobas superstici­ones que nos esperaban sobre la maldición del trece durante el tiempo que el Madrid se quedara atascado en esa cifra.

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