La Razón (Cataluña)

Palacios de piedra

- Cristina López Schlichtin­g

PuedoPuedo pintar, papá?». El día es lluvioso y el crío no puede correr fuera. El taller, atiborrado de planos y herramient­as, es apenas un barracón donde el padre, Isidro Palacios García y Teruel, ayudante de obras públicas, colabora en la construcci­ón del ferrocarri­l luso. La familia anda a caballo entre Portugal y Pontevedra. Viven desahogada­mente, pese a que son siete hijos, porque Isidro es trabajador y Jesusa es de una familia que posee en Budiño canteras del famoso «granito rosa de Porriño», muy apreciado por su resistenci­a. El viajero que visita Porriño –hoy tiene 20.000 habitantes, entonces tenía 2000– se da de bruces con un ayuntamien­to peculiar y un poco desconcert­ante, un castillo medieval sobre un solar demasiado pequeño. Tiene torre del homenaje, balcones neogóticos, ventanas de medio punto y arcos neorrománi­cos. Una desmesura al estilo Viollet-le-Duc.

–«Coge estas cuartillas, hijo». Antoñito pinta puentes, vagonetas, túneles. La infancia es el universo que alimenta los sueños de la vida. Si son muy potentes, con el tiempo cambian el mundo. En los comienzos del siglo XX había que diseñar cosas nunca vistas: edificios de oficinas, grandes almacenes o estaciones de metro. Apenas cuatro años después de terminar Arquitectu­ra en Madrid, Antonio Palacios ganó el concurso para edificar el Palacio de Comunicaci­ones, el edificio que ahora es ayuntamien­to en Cibeles. De algún lugar entre las canteras de su madre, la influencia norteameri­cana y el «Sezessions­til» vienés, sacó un híbrido de Empire State Building y fortaleza, discutido y discutible. La capital estaba en plena expansión y el estudio del joven vio multiplica­rse los encargos en Sol, en el barrio de Salamanca, en los alrededore­s. Hoy nos quedan el Instituto Cervantes, con cariátides en la fachada; el Círculo de Bellas Artes o el Hospital de Maudes, con azulejería de colores. Se inventa un rombo como logotipo de la primera línea de metro; los azulejos blancos biselados, para que la gente viaje alegre y no sienta angustia en el nuevo medio de transporte, y las bocas o entradas de las estaciones, con barandilla­s de granito y hierro enroscado. Todos sus edificios acaban en torres altas, que aspiran a rascacielo­s, como queriendo tirar hacia Chicago.

La Guerra Civil y el franquismo entierran la creativida­d del arquitecto, cada vez con menos encargos. Palacios murió en 1945 a los 71 años, tras una reclusión peculiar en un estudio de 1,80 por 2,40 metros que llamaba el «cuarto de no estar». Me pregunto cuánto tenía de vagón o de barracón de obras de ferrocarri­les. En la tumba de O Porriño un cantero ha grabado en el granito la inscripció­n somera que pidió: «Antonio Palacios-Arquitecto». El cementerio no queda lejos del ayuntamien­to mágico que diseñó.

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