La Razón (Cataluña)

La utilidad de las campañas

«¿Realmente hay mucha gente que decide votar a este o a aquel partido después de escuchar un discurso en un acto de campaña?»

- Vicente Vallés

SiSi algo que define a la democracia es la existencia de elecciones libres y con múltiples candidatur­as cada cierto tiempo (en la mayoría de los países, cuatro años, aunque los hay también de cinco). Y si algo define a esos procesos de votación son las campañas electorale­s. La ley nos dice que las campañas oficiales empiezan quince días antes de la cita con las urnas, pero la costumbre nos ha demostrado que, de forma extraofici­al, se alargan durante meses.

Se supone que el objetivo de las campañas es contrastar programas políticos, en los que cada cual ofrece a los electores un menú de medidas que serán de aplicación en caso de victoria de ese partido concreto. La realidad se asemeja poco a este fin, cuando vivimos en el mundo de las redes sociales y todo tiende hacia la reducción al absurdo. De ahí que sea pertinente plantearse en qué medida una campaña electoral de varias semanas provoca movimiento­s tectónicos capaces de dar un vuelto a lo que cada elector votaría si en lugar de ser bombardead­o por eslóganes y mítines, tuviera que depositar su papeleta de repente, en el caso de que las elecciones se convocaran hoy para votar, por decir algo, pasado mañana. No habría campaña electoral, los partidos no tendrían tiempo de remover los más bajos instintos de los ciudadanos y, como consecuenc­ia, votaríamos según el criterio que hubiéramos conformado durante el tiempo que duró la legislatur­a. Es decir: únicamente por la gestión de quien está en el gobierno, y por la labor de oposición de quienes aspiran a gobernar.

La duda no se resolverá, porque nunca tendremos la ocasión de hacer el ensayo. Pero sí resulta pertinente plantear la cuestión para abrir el debate sobre el bajo –a veces, bajísimo– nivel de las campañas electorale­s, en las que los razonamien­tos escasean, mientras hay sobreabund­ancia de clichés low cost.

Presenciar un mitin suele provocar un sentimient­o de vergüenza ajena y de cierta lástima, ante una pregunta que da miedo responder: ¿realmente hay mucha gente que decide votar a este o a aquel partido después de escuchar un discurso en un acto de campaña?

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