La Razón (Cataluña)

Yo sí te creo, salvo...

► Las dos se abrazan y lloran juntas. Se saben víctimas de un mismo trato, objeto de un abuso por quien era más fuerte y quiso imponerse

- Juan Ramón Lucas

SeSe llama Hannah y trabaja en un supermerca­do. Todos saben que no es su verdadero nombre, pero nadie le pregunta porque esa identidad protege la de una niña que fue abusada y prostituid­a por quien tenía que cuidarla en un centro de menores. Ahora tiene 21 años y es todo lo feliz que se puede ser con el lastre sórdido de quien fue doble víctima: de su abusador y de quienes para tapar ese abuso se afanaron en pisotear su nombre.

Hannah tiene una compañera que acaba de entrar a trabajar en la sección de frutería. Es una muchacha silenciosa y lánguida, de una belleza extraña y poco amiga de relacionar­se con los demás.

No sabe muy bien por qué, pero desde el principio conectó con ella. Se diría que había un invisible hilo común entre las dos. Sonrisas, algunas miradas, gestos cómplices los primeros días, una suerte de cercanía imprecisa y dos semanas después empezaron a charlar camino del metro. Le dijo que se llamaba Elena, aunque en realidad tampoco era su verdadero nombre. En voz baja, sentadas mientras esperaban su tren, le confesó que había dejado su pueblo después de que un tipo asqueroso, funcionari­o del ayuntamien­to, la invitara un día a tomar un refresco y al llevarla de nuevo a casa intentase meterla mano. Salió corriendo, se lo contó a su madre y ésta lo denunció. Detuvieron al abusador, pero quedó en libertad: no había pasado nada, no había pruebas de nada. Era como si el sistema no la hubiera creído. Se sintió desprotegi­da y vulnerable, más aún que dentro del coche donde él intentó forzarla. Desde ese momento, el funcionari­o hizo lo posible por hacerle a su familia y a ella la vida imposible. Un empeño que crecía a medida que se sucedían las protestas, las campañas en redes a favor de la víctima; hasta hubo manifestac­iones en su pueblo y en otros muchos lugares de España reivindica­ndo la figura de Elena, expresando dolor y rabia solidaria por la forma en que la Justicia había eludido hacer justicia. Escuchó el «yo sí te creo» que provocó debates, soflamas y una encendida defensa de las víctimas, de cualquier víctima de abuso que, como ella, sufriera el doble dolor de la agresión y la desprotecc­ión de un sistema demasiado garantista. «Yo sí te creo»: si había que cargarse el principio de presunción de inocencia, adelante con ello. Si de evitar abusos se trata, la razón de la víctima es superior al compromiso de la ley. Al final, la presión de la calle y la impunidad del funcionari­o –le pedían su cese a la alcaldesa, pero no lo vio oportuno– terminaron echando del pueblo a su familia.

Han dejado pasar varios vagones. Elena la mira esperando una respuesta. Hannah no sabe qué decir. Por un instante pasan ante ella, con el fondo borroso de los ojos expectante­s de su amiga, los momentos vividos hace años, cuando su cuidador abusó de ella, le obligó a prostituir­se, exigió dinero y silencio. Era una adolescent­e, casi una niña cuya custodia le estaba encomendad­a al hombre que la explotó. Recuerda cuando se lo contó a la directora del centro, escandaliz­ada en un principio, para quitarle importanci­a días después. Fue cuando llegaron dos hombres que nunca había visto, psicólogos le dijeron, que estuvieron hablando con ella mucho tiempo. Le hicieron preguntas, tomaron notas, parecieron querer tranquiliz­arla, no te preocupes. Después llegaron los expediente­s, el traslado, la amiga que le avisó de que iban a por ella, que se había metido con alguien importante, que decían que estaba loca y era una mentirosa, que su abusador era una persona muy cercana al poder político.

Fija la vista en Elena y repite en voz baja: «yo sí te creo».

Nadie la apoyó, nadie se manifestó, nadie señaló a quienes la insultaron, nadie le dijo yo sí te creo. Bueno, sí. El juez. El abusador fue condenado a cinco años de prisión. Pero siguió siendo señalada como mentirosa, como manipulado­ra.

Hannah, que oculta a su compañera su verdadero nombre, está a punto de preguntarl­e qué había hecho para conseguir que tanta gente se pusiera de su lado. De su boca solo sale una dolorosa confesión: «estuve sola y sola sigo estando».

Las dos se abrazan y lloran juntas. Se saben víctimas de un mismo trato, objeto de un abuso por quien era más fuerte y quiso imponerse. NO lo consiguió con Elena. Venció incuestion­ablemente con Hannah.

Por fin entran en el último vagón. Van cogidas de la mano.

En el monitor sobre el banco que acaban de dejar vacío, una política a la que se investiga por proteger los abusos de su marido sobre una niña de 14 años, una de esas personas que venía a la política a acabar con la corrupción, una supuesta feminista que en su día dijo que si era imputada se iría a su casa, afirma que no va a dimitir por razones «éticas, estéticas y políticas».

Sus partidario­s, los mismos que levantaron la bandera del «yo sí te creo» guardan ahora silencio o se esconden en la presunción de inocencia. Ahora sí.

Si Hannah lo hubiera visto, quizá llegase a la conclusión de que esa proclama universal tiene una laguna: yo sí te creo, salvo que seas víctima de uno de los míos.

Los mismos que levantaron la bandera del «yo sí te creo» guardan ahora silencio

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PLATÓN
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