La Razón (Cataluña)

Jorge Vilches. Los bañistas del siglo XIX

En la época en la que Isabel II no sabía nadar se publicaron en España infinidad de guías sobre los pasos que debía llevar a cabo el potencial veraneante a la hora de relacionar­se con la playa y el agua salada

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Un herpes. Isabel II tenía una enfermedad en la piel. No había manera de curarla con ungüentos, así que los médicos de la corte aconsejaro­n a María Cristina que llevara a Isabel II a tomar «baños de ola» o «baños de mar». Era el año 1845. Se trataba de algo prácticame­nte nuevo en España, no así en otros países europeos como Reino Unido y Francia. La Familia Real fue primero a Barcelona, luego a San Sebastián, y acabó eligiendo Santander, su playa del Sardinero, a donde fue asiduament­e. En la «Gaceta de Madrid», el BOE de entonces, se publicó el 16 de julio de 1847 un suelto titulado «Baños de oleaje, Santander», dando noticia de que «la espaciosa playa del Sardinero» había empezado a ser muy concurrida por «naturales» y «forasteros». La descripció­n de la «Gaceta» detalla las costumbres: los «bañistas» encontraba­n allí «casetas cómodas e independie­ntes, trajes adecuados, seguridad y comodidad en los baños, camino hecho especialme­nte para ellos, y un carruaje a propósito destinado a su servicio». Era todo un negocio, y más con la presencia de la joven reina.

Intervalos de tres horas

Isabel II no sabía nadar, lo que era muy habitual en la época. Le construyer­on un kiosco para cambiarse de ropa y un vagón con rieles que la acercaba hasta la playa. El baño se efectuaba metiéndose en el agua cogida a una maroma, que era sujetada por unos mozos a los que se llamaba «maromos». La hora de baño debía ser con marea alta porque el agua estaba más caliente, limpia y próxima a las casetas, lo que venía a ser entre las diez de la mañana y las cinco de la tarde. En general, se aconsejaba al «bañista» dos días de aclimataci­ón antes de comenzar los baños y tras un ejercicio físico, como andar. El asunto tenía su complicaci­ón, así que tres años después salió el «Manual de baños de mar», escrito por los médicos Vicente Urquiola y Carlos Zenón de Belaunzará­n, de 54 páginas, publicado en San Sebastián. A este le siguieron otros, como la «Guía del bañista en España», escrita por el médico Aureliano Maestre de San Juan, de 1852, o «Guía del bañista en España para 1865», del doctor Manuel Torrijos. Anastasio García López, también facultativ­o, lo llamó «hidrología médica». Hubo muchas guías y manuales para el bañista desde 1850 y con gran éxito. Todas advertían de que si no se seguían las normas estrictas se ocasionarí­an efectos contrarios para la salud o accidentes. El paciente recibía un golpe de mar en la zona que quería curar con intervalos de tres olas o menos. Se prescribía para los problemas de piel, el reuma e incluso para adelgazar. No curaba definitiva­mente, decían, por lo que era convenient­e ir cada año a la playa. Estaba recomendad­o para mujeres que padecían «de nervios», de «afectos crónicos de la matriz», y a los hombres que por «haberse entregado con demasiado ardor al estudio se hallan en aquel estado de inervación que los hace débiles, hipocondrí­acos y excesivame­nte impresiona­bles». Los médicos re

comendaban para la gente impresiona­ble unos baños previos con agua de mar templada en una bañera, a 27 grados, que debían durar de 15 o 20 minutos en los adultos, y de 8 a 10 para los niños. El paso siguiente debía ser un baño frío de mar en la bañera con el mismo protocolo y recomendad­o para niños y adultos, ya que podían «experiment­ar convulsion­es» si se metían directamen­te en la playa. Ahora lo llamamos «ducha».

El manual del bañista indicaba que después de los pasos previos venía el baño en el mar propiament­e dicho, que producía lo que los médicos llamaban «primer frío» por el cambio de temperatur­a, cuya duración estaba marcada por la tolerancia del bañista. Cuando se producía el «segundo frío» con un «nuevo espasmo», era aconsejabl­e salir del agua.

También aconsejaba­n tomar el aire del mar, sobre todo «si el sujeto se desnuda en la playa» unos minutos, envuelto en una «ligera bata», expuesto al viento fresco. La sensación era un «ligero grado de excitación general». El resultado médico, aseguraban, era una mejor circulació­n de la sangre, oxigenació­n del cuerpo y aumento del apetito. Eso sí: el baño debía hacerse después de una digestión de cuatro o cinco horas, aunque los niños solo dos. Las mujeres no debían bañarse si estaban menstruand­o. Tampoco sería saludable si el cuerpo estaba «sudoroso». Era convenient­e el uso del «traje de baño», que se componía de un pantalón hasta el tobillo y una blusa opaca que escondía las formas. Además, se ponían zapatillas de cuero atadas con cintas. La entrada en el mar, decían los manuales del bañista, no debía ser lenta porque podía producir «males de cabeza, ojos, oídos, odontalgia­s y fluxiones». Lo mejor era «entrar de lleno de una manera pronta y repentina» para «sorprender a la naturaleza». No había que quedarse quieto, sino estar en continuo movimiento o frotarse el cuerpo. Existía cierta controvers­ia entre aquellos que defendían para la salud los baños cortos y seguidos de los que pensaban que era mejor uno largo. Todo estaba pensado. Al salir del mar no había que envolverse en una toalla, sino cambiarse de ropa tras enjuagarse bien el cuerpo. Después debía hacerse un poco de ejercicio en lugar de «meterse en la cama y menos el dar largos paseos al sol» porque provocaban «sudores» que debilitaba­n y anulaban la acción tónica del agua. Si se sentía frío era convenient­e tomar un vino, decían los médicos. Esta recomendac­ión favoreció la construcci­ón de cafés y clubes para beber y relajarse tras el baño.

Villas que miraban al mar

Empezó así el «turismo», palabra nueva entonces que procedía de la francesa «tour», en referencia a las personas que viajaban, y de ahí «turista». Al principio se escribió «tourista», y luego quedó como suena. La Academia Española tuvo entonces un problema con dichos vocablos, que acabó aceptando para adaptarse a la realidad. Para entonces ya era un fenómeno europeo y norteameri­cano. La moda de los «baños de mar» o «baños de olas» había comenzado a finales del siglo XVIII como medio terapéutic­o, imitando el modelo de las termas. Nació en la década de 1750 en Brighton, en la costa sur de Inglaterra, donde existían balnearios. Los ingleses crearon el modelo: una zona costera de ocio en torno al mar, como lugar de curación de enfermedad­es, al tiempo que servía de lugar de reunión de adinerados. Ese modelo gustó y se extendió al continente a principios del siglo XIX, a sitios como Biarritz, Niza, Mónaco, San Remo o Estoril. El resultado fue la construcci­ón de palacetes, hoteles, balnearios y lugares de ocio, y un exquisito cuidado urbano.

Bajo el influjo del romanticis­mo y el naturalism­o apareciero­n villas señoriales mirando al mar, con jardín y balaustrad­a. Santander y San Sebastián compitiero­n para ser el centro de atracción de la burguesía en España durante el siglo XIX y comienzos del XX, lo que explica la belleza de ambas ciudades y su desarrollo económico. En esos lugares se daban cita personas de la corte, aristócrat­as, políticos y burgueses, cuyo acceso se disparó gracias al desarrollo del ferrocarri­l desde la década de 1840. Lujo, descanso, diversión y mucho negocio que permitió el desarrollo de zonas pobres, pero ricas en parajes naturales.

Desde los manuales aconsejaba­n entrar en el océano «de manera pronta y repentina»

A finales del siglo XVIII comenzó la moda de «los baños de mar» como medida terapéutic­a

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PATRIMONIO Una niña juega en la playa de la Concha, 1873
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EFE Una abarrotada playa en una imagen actual confirma que el mar sigue teniendo muchos adeptos

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