La Razón (Cataluña)

Vuelta a la animación más epiléptica

- Sergi SÁNCHEZ

Cuando, en los créditos de «Minions: El origen de Gru», parodia de los títulos de Maurice Binder para las películas de James Bond, suena una versión de la mítica «Bang Bang (My Baby Shot Me Down)» que luego «samplearía» David Guetta con éxito, uno se pregunta para quién están haciendo animación los grandes estudios. ¿Para niños de parvulario que hayan visto alguna entrega de «Kill Bill»? ¿Para fans de Tarantino, Cher y/o Nancy Sinatra, obligados por las vacaciones estivales a ver la enésima precuela que coloca la nostalgia por los tiempos pasados en primer plano? Es cierto que la intertextu­alidad es uno de los documentos nacionales de identidad de la saga de los Minions, pero, en este caso, en el que el humor de esas cápsulas amarillas adictas a la anarquía se dispara en forma de gags atómicos, de apenas un segundo de duración, poniendo a prueba la persistenc­ia retiniana de niños y adultos, sublimando a la vez la infantiliz­ación de sus bromas, uno sigue preguntánd­ose por el porqué de la cita a «Tiburón» o del guiño al cine de acción hongkonés al elegir a Michelle Yeoh como voz original de la entrenador­a de kung-fu de los Minions.

Aquí se trata de viajar a la época en que Gru medía más o menos lo mismo que un Minion. En ese regreso a la infancia, dominada por un solo deseo (ser un supervilla­no), Gru comparte protagonis­mo con cuatro Minions, mascotas gamberras y atolondrad­as que le alejarán de su sueño –perdiendo una joya zodiacal, anhelada por los malvados Seis Salvajes y su expulsado miembro fundador– para luego servirle de pasaporte para lograrlo. Ambientada en 1976, la película evoca de manera errática errática la era «disco» desde un cromatismo epiléptico, que, paradójica­mente, homogeneiz­a selvas exóticas, barrios residencia­les y barrios de San Francisco, restándole matices y volúmenes a la animación. Estamos lejos, por ejemplo, del uso del color en «Coco» o «Encanto», o incluso en «Trolls», donde lo lisérgico siempre servía para definir la identidad de un universo. El imaginario de «Minions: origen de Gru» no tiene identidad, como no la tienen sus descafeina­dos secundario­s. Solo Otto, el Minion torpe y charlatán, parece aspirar a una personalid­ad propia, alimentada en ese esperanto alienígena que Pierre Coffin, alma mater de la saga y sagaz doblador, se inventa con especial salero. La trama de la película se dispara en tres direccione­s que, alternándo­se,

►Otto es el único Minion capaz de animar la función con sus trastadas Lo mejor ►Es imposible digerir su animación atropellad­a y epiléptica Lo peor

pretenden maquillar su falta de sustancia argumental. Una cosa es que la sustancia de los Minions, su espíritu sagrado, sea el caos, la anarquía. Otra que esa anarquía de jardín de infancia choque con el síndrome de déficit de atención de un modo de narrar que parece suceder planos, gags, gestos, exclamacio­nes, como si en realidad la pantalla de cine fuera otra pantalla, más pequeña que cualquier dibujo animado.

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