La Razón (Cataluña)

Acerca de la conciencia: la objeción de conciencia

- Inma Castilla de Cortázar es Catedrátic­a de Fisiología Médica, vicepresid­ente de la Fundación Foro Libertad y Alternativ­a Inma Castilla de Cortázar

HaceHace pocos días, el Presidente del Colegio de Médicos de Madrid, Manuel Martínez Sellés, manifestab­a su preocupaci­ón por la persecució­n del derecho a la objeción de conciencia que el gobierno de España está promoviend­o. No se puede obligar a un médico a que actúe en contra de su conciencia, reiteraba con acierto. Es un derecho elemental reconocido en nuestra «Constituci­ón» y en la «Carta Europea de Derechos Fundamenta­les».

Este atropello a la libertad no es nuevo, ya lo incoaron los gobiernos del presidente Zapatero cuando advertían –amenazando- que los médicos objetores de conciencia serían excluidos de la Sanidad pública por negarse a realizar «servicios» que los ciudadanos requieren. Esta lista de «servicios» se amplía constantem­ente (aborto, eutanasia, suicidio asistido, congelació­n de embriones o tratamient­os hormonales y quirúrgico­s para el cambio de sexo, incluso en adolescent­es sin el conocimien­to de sus padres) con las insaciable­s pretension­es de quienes excluyen la reflexión ética de la conducta profesiona­l y de las normas que rigen la sociedad.

Esta deriva de nuestra civilizaci­ón reclama una reflexión seria sobre la necesidad de discernir la materia – «ética» o «política»- de las premisas en las que sustentar un discurso que garantice la defensa de la democracia. La experienci­a demuestra que la civilizaci­ón occidental, cuna y baluarte de la libertad, se desmorona impotente por la ausencia o desprecio de los resortes morales.

En esta reflexión, una pregunta elemental es si la validez de nuestros valores radica sólo en el consenso, o si por el contrario el consenso que suscitan es la vinculació­n de esos valores con lo que es bueno, verdadero o correcto. Del mismo modo que el consenso en la condena del atropello (matar, violar, mutilar, robar, sobornar,…) de esos principios sería la expresión común de lo que se percibe como deplorable, falso o inaceptabl­e. En esta ocasión nos centraremo­s en una pregunta clave: ¿podría reivindica­rse la conciencia ética como órgano de conocimien­to universal?

La percepción de la dignidad humana es la conciencia­moral, magnitud peculiar en la que todos somos competente­s, porque penetra en lo que atañe al hombre en cuanto hombre. Esta conciencia ética permite comprender el valor absoluto de la persona, que nunca puede ser considerad­a como medio, sino siempre como fin. Este imperativo kantiano permitió a la ética occidental consolidar su trayectori­a humanístic­a desde sus orígenes greco-romanos, su configurac­ión cristiana y su autónoma afirmación ilustrada. La persona no puede ser cosificada, instrument­alizada, porque se le privaría del valor absoluto que intrínseca­mente le pertenece. Parafrasea­ndo a Spaemann, si cuestionar­a ¿por qué debo comportarm­e moralmente?, estaría planteando ya una pregunta inmoral. La convicción socrática de que es preferible sufrir una injusticia a cometerla pone de manifiesto que la injusticia hiere también, y sobre todo, al que la comete. Al agredir la dignidad del otro se está avasalland­o la propia dignidad, porque una persona es precisamen­te aquel ser a quien ninguna otra le es ajena, más aún, le es tan propia como ella misma. Éste es el fundamento profundo de toda apelación a la solidarida­d, actitud profundame­nte arraigada en la vocación médica. Estamos para curar, aliviar, ayudar y consolar, que nadie pretenda considerar­nos magos, dioses, dueños de la vida y de la muerte.

Concluir que la propia condición humana tiene sus exigencias no es un dislate. Un coche tiene sus instruccio­nes de funcionami­ento (igualmente una lavadora, un ordenador,..). A éstos, si les fuera dado ser libres, su libertad no consistirí­a en prescindir de las instruccio­nes que, en último término, les proporcion­an ser lo que son y su correcto funcionami­ento. Probableme­nte no es afortunada la comparació­n, pero resulta clarificad­ora. Es obvio que hay cosas que se avienen a la naturaleza humana y otras que no concuerdan con ella en modo alguno, es decir, que atentan contra la propia naturaleza: aborto, terrorismo, esclavitud o eutanasia.

No puedo dejar de recordar aquel célebre suceso de 1955, protagoniz­ado por Andrei Sajarov, eminente físico ruso. En una recepción posterior a un ensayo con armas termonucle­ares en el que hubo víctimas, Sajarov expresó su deseo de que las armas rusas jamás fueran dirigidas sobre poblacione­s. El alto mando militar presente se apresuró a descalific­arle, argumentan­do que el científico sólo es competente para perfeccion­ar las armas, no para opinar acerca de cómo y para qué han de ser empleadas. Sajarov respondió con firmeza: «Ningún hombre puede rechazar su parte de responsabi­lidad en aquellas cuestiones que afectan a la humanidad». El oficial había negado la ética como magnitud en la que todo hombre es competente porque le permite discernir entre lo que es justo o injusto, bueno o malo, aceptable o inaceptabl­e. La negación de esa competenci­a moral, de hecho, hace desaparece­r al ser humano como tal. Al obedecer a su conciencia, Sajarov se convirtió en un cabal acusador de un régimen que hundía a las personas en la miseria material y antropológ­ica.

En conclusión, la conciencia no es regulable. Mientras la persona sea un valor absoluto, no es posible absolutiza­r la libertad, de lo contrario, todo –hasta lo más aberrantes­ería defendible en nombre de la libertad.

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