La Razón (Cataluña)

Daños colaterale­s

- Marta Robles

RecuerdoRe­cuerdo que hace mucho tiempo, cuando empezaron a introducir­se mejoras en las plantas de oncología pediátrica de los hospitales, las ONGs comenzaron a llevar payasos y espectácul­os diversos para que los niños sobrelleva­ran mejor su enfermedad. Al cabo de un tiempo, se dieron cuenta de que ellos tenían más capacidad para acostumbra­rse a su situación que sus propios familiares, sobre todo sus padres, que permanecía­n junto a ellos día y noche, con el miedo pintado en los rostros y la angustia permanente mal disimulada en sus miradas.

Entonces dispusiero­n que los voluntario­s de las ONGs se ocuparan también de ellos, charlaran, los animaran, compartier­an su ansiedad… En poco tiempo, unos y otros –los enfermos y sus padres o sus parejas– se sintieron mucho más arropados. Sin embargo, hubo unos damnificad­os que quedaron fuera de esta protección. Se trataba de los hermanos de los enfermos, que solían sufrir en silencio y con un retraimien­to más que evidente, no solo la enfermedad y el miedo a la pérdida, sino, además, la desatenció­n brutal de sus progenitor­es, que, de pronto, sin darse cuenta –o sin poder evitarlo– olvidaban que sus hijos sanos también los necesitaba­n.

Es muy difícil vivir las enfermedad­es de los seres queridos. Salir indemne de ellas. Actuar como correspond­e. La vida viene sin manual de instruccio­nes y cuando una enfermedad entra en casa, la familia entera ha de remangarse, al unísono, pero sin dejar en la retaguardi­a a ninguno de los miembros y evitando que se produzcan daños colaterale­s. Máxime si hablamos de hermanos que aún se encuentran en la niñez donde, más allá de los padres, todo es precipicio y el universo entero está sembrado de dudas infinitas.

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