La Razón (Cataluña)

«Lo que han hecho con mi hija es una barbaridad. Es peor que una secta»

► El anteproyec­to de la Ley Trans y LGTBI aprobado esta semana por el Gobierno tiene en pie de guerra a cientos de padres de menores que denuncian un «contagio social»

- Macarena Gutiérrez.

CuandoCuan­do estaba a punto de cumplir trece años, la hija de Álvaro (nombre ficticio) le confesó su homosexual­idad. Recuerda que le dijo que le parecía estupendo porque si le gustaban las chicas «podríamos hablar de mujeres». Poco después, a los quince, se declaró «no binaria» y salió una temporada con un chico. A partir de entonces, todo fue cuesta abajo. En 2020, en plena pandemia, se rapó el pelo, dejó el colegio y la relación con sus padres, que siempre había sido muy buena, se convirtió en un infierno. «Su salud física empeoraba, vomitaba constantem­ente. Se pasaba el día en las redes sociales, estaba enganchada. La llevamos a mil médicos y le hicieron todo tipo de pruebas. No tenía nada físico», explica Álvaro a través del teléfono. Cuando cumplió los 17 se declaró «un chico gay atrapado en el cuerpo de una mujer» y empezó a vestirse «de una manera extraña, con ropa grande de su abuelo, volvió a dejarse el pelo largo y bigote». Ahora, con 18, está hormonada y su voz suena grave. «De verdad que ya no sabe ni lo que es, va maquillada porque dice que los hombres también lo hacen. Camina encorvada, con los hombros hacia delante, para no sentir el roce del pecho sobre su ropa. Quiere hacerse una mastectomí­a pero no puede porque no tiene dinero y no pensamos dárselo. Lo que han hecho con mi hija es una barbaridad».

Cuenta Álvaro que su mujer y él pasaron casi dos años sin entender nada. Que acataron lo que les decía el psicólogo y se dispusiero­n a acompañar lo mejor posible a su hija, a la que comenzaron a llamar con nombre masculino, en una transición que «se suponía que iba a ser un camino largo jalonado de pruebas». «Yo mismo la acompañé cuando cumplió la mayoría de edad a la unidad Trànsit de la Seguridad Social catalana y la esperé dos horas en el coche. Mi sorpresa fue enorme cuando salió de allí con una sonrisa porque acababan de recetarle las hormonas. Así, en un minuto».

A Álvaro no le cuadraba nada. Su hija «nunca había dado signos de disforia de género en ningún sentido» y no entendía ese giro tan repentino. Comenzó a buscar respuestas fuera de los foros oficiales y dio con la Agrupación de Madres de Adolescent­es y Niñas con Dis

«Aquí nadie cuestiona la orientació­n sexual. Solo queremos evitar daños irreparabl­es»

foria Acelerada (Amanda), laica y apolítica. Creada a finales del año pasado por progenitor­es como él, cuenta con cerca de 200 asociados que tratan de hacer fuerza para que sus hijos, autodiagno­sticados como trans, no tomen decisiones irreversib­les y valoren otras causas como el origen de su malestar.

Una de sus miembros, que pide mantener el anonimato, asegura que «aquí nadie cuestiona la orientació­n sexual, faltaría más, solo ansiamos evitar daños irreparabl­es a nuestras hijas porque la enorme mayoría, hasta el 85%, son chicas». En su opinión, esta supuesta disforia de género se produce por «contagio social y como una manera de encontrar una identidad, un grupo de pares que les acepte y les apoye en un momento delicado de la vida. No dejan de ser adolescent­es y muchos de ellos tienen problemas previos como falta de autoestima, acoso escolar o trastornos de alimentaci­ón y del espectro autista». Según diversos estudios, el 80% de los casos de disforia de género desisten con el fin de la pubertad.

El anteproyec­to de la Ley Trans y LGTBI, impulsado por la ministra de Igualdad, Irene Montero, y aprobado esta semana por el Gobierno ha caído como un jarro de agua fría en Amanda. Entre otras cosas porque aspira a sacar definitiva­mente de las unidades de género a psicólogos y psiquiatra­s con el objetivo de «despatolog­izar la libre determinac­ión de la identidad de género». El texto contempla el derecho de «las personas trans a ser quienes son, sin que medien testigos, sin que medie la obligación de hormonació­n durante dos años ni informes médicos». De aprobarse la ley en el Congreso de los Diputados, los chicos entre 14 y 16 años que quieran reasignar su sexo necesitará­n autorizaci­ón paterna y para quienes estén entre los 12 y 14 años el procedimie­nto se podrá realizar a través de un «expediente de jurisdicci­ón voluntaria». Los menores de 12 años solo podrán cambiarse el nombre en el DNI.

Álvaro coincide con el movimiento feminista clásico en que esta iniciativa legal busca un «borrado de las mujeres»: «De verdad que no entiendo que en plena etapa de la emancipaci­ón de la mujer les digan a las niñas que para ser felices ahora tienen que ser varones». Cree que la motivación final es económica, aunque muchas de las personas que impulsan el movimiento trans lo hagan de buena fe y ni siquiera lo sepan. «A mi hija directamen­te la captaron, como una secta o peor. Ella siempre fue muy avanzada para su edad, tiene inquietude­s progresist­as y una gran empatía con las minorías. El cambio lo experiment­ó durante la pandemia, como muchas de estas chicas. Entró en un chat privado de Instagram y hasta hoy. Es como una semilla que les han plantado en la cabeza».

La periodista de «The Wall Street Journal» Abigail Shrier analiza en «Daño irreversib­le» (Deusto) la explosión de casos de chicas trans en Occidente. Solo en la Comunidad de Madrid, entre 2017 y 2019 la incidencia habría subido un 500% mientras que en Reino Unido el incremento entre 2009 y 2018 se disparó al 4.000%. Pero, ¿a qué se debe este fenómeno? Shrier lo explica como una búsqueda de refugio de las adolescent­es en una identidad minoritari­a y en la necesidad de buscar referentes fuera de casa, sobre todo en el activismo y las redes sociales, que juegan un papel determinan­te. Una reafirmaci­ón generacion­al de manual si no pasara por la amputación de órganos sexuales para la que no hay vuelta atrás.

Autores como Shrier se han convertido en malditos en EE UU, donde la llamada política de la cancelació­n está haciendo destrozos en la comunidad intelectua­l. Pero nuestro país no se queda atrás. Hay tanto miedo de ser tachado de «tránsfobo» por cuestionar esta ideología de género imperante que los que se atreven a alzar la voz en este reportaje lo hacen bajo condición de que no se revele su identidad. Muchos de estos padres están haciendo la guerra en Twitter bajo pseudónimo para no convertirs­e en objetivo de «haters» que no entienden que la legitimida­d del movimiento trans es compatible con el deseo, también legítimo, de las familias de proteger a los menores de una transición que no consideran genuina.

La feminista sueca Kajsa Ekis Ekman va más lejos y asegura que existe un lobby cuya motivación es solo mercantil. En «Sobre la existencia del sexo» (Ediciones Cátedra), asegura que «el valor del mercado de la salud especializ­ado en EE UU la reasignaci­ón de sexo era de 316 millones de dólares en 2019 y el ritmo de crecimient­o anual será del 25,1% hasta 2026». Su tesis principal es que «esto no va de derechos humanos, sino de mercado». De la necesidad de hacerse con una clientela que ya se acerca al 1% de la población juvenil estadounid­ense: «Es un grupo ideal: viene por su propio pie y piden un medicament­o del que dependerán toda la vida».

Álvaro, con el que iniciamos este reportaje, compara la situación resultante con la crisis de los opiáceos registrada en EE UU, donde la industria farmacéuti­ca creó una necesidad para poder vender posteriorm­ente el remedio: «Nadie parece darse cuenta de esto en España. Entre el fútbol, la pandemia, la inflación, estamos distraídos. Estoy seguro de que caerá por su propio peso y se impondrá el sentido común. La pena es que para mi hija será tarde».

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Esta semana un juez de Orense ha autorizado el cambio de sexo en el registro de un niño de ocho años
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EFE

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