La Razón (Cataluña)

La cosecha

- Abel Hernández

MeMe he escapado al mar. Es el encuentro acostumbra­do de primeros de julio y tiene para alguien de tierra adentro como yo un efecto liberador. Me libra por unos días de los miasmas de la actualidad, del frenesí político que suele intensific­arse en estas fechas y que seguiré desde la distancia. En la orilla, entre cuerpos gloriosos, y otros no tanto, el alma se distrae, se purifica y se serena. La mayoría de los vecinos de Sarnago de la generación de mi abuelo murieron sin ver el mar. ¡Una lástima! Me asombra siempre el mar, disfruto oyéndolo respirar, pero me meto en él con prevención, aunque haya bandera verde. De muchachos en el pueblo, cuando el calor apretaba, nos metíamos desnudos en la charca de las Abejeras, cubierta de aneas, con las ranas saltando de los juncos de la orilla entre nuestras piernas encenagada­s.

Tumbado en la hamaca, bajo la sombrilla, cierro los ojos y me vuelvo a aquellos veranos azules de la infancia. Es un tiempo que no volverá y que lo veo ahora como una etapa de libertad y de plenitud. Es el tiempo de la cosecha. Se recoge lo que se sembró, y gracias, como en la vida. Me veo otra vez rodeado de moscas y de polvo, entre nubes de saltamonte­s y mariposas y el canto monocorde de las chicharras. Los segadores trabajan en cuadrilla, a tajo parejo. Unos llevan boina y otros sombrero de paja. Brillan las hoces entre la mies pajiza con espiga de oro. Apenas suena el roce áspero de las zoquetas. Si en un descuido la hoz hiere la mano, se echa vino en la herida y, si se ha acabado, se mea uno encima de la carne sangrante. Un segador rompe a cantar mientras avanza en el tajo, segurament­e para espantar los males.

Siegan encorvados bajo un sol de justicia. El sudor cubre sus rostros endrinos y afilados. Detrás va el atador, con el garrotillo en la faja. Recoge las manadas tendidas en el rastrojo y forma fajos con los vencejos de bálago humedecido­s. Con los fajos levanta luego el fascal, construcci­ón piramidal y sabia. Diez fajos de trigo es una carga en las artolas y el año de buena granazón darán una fanega. A la sombra del fascal, si no hay en el ribazo un bizcobo o escaramujo, reposan la fiambrera, la bota y el botijo. Las ardientes rastrojera­s, recién segadas, sobre todo las de centeno, hieren las piernas morenas de los muchachos, que quedan convertida­s en cuadros de vanguardia­s abstractas. Después de esta ensoñación, abro los ojos y el mar seguía allí.

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