La Razón (Cataluña)

Covid junto al mar

- Abel Hernández

PasarPasar el covid sin graves trastornos, cuando uno ha sobrepasad­o los ochenta, es una gran liberación, parecida, me imagino, a la que sienten la noche de San Juan en San Pedro Manrique los que pasan el fuego, la ardiente alfombra, con los pies descalzos sin quemarse. O los que corren estos días el encierro en Pamplona sin sufrir percance. Lo digo para que se animen los de mi provecta generación, que aún viven con el alma en vilo, a pesar de las vacunas, ante la ola arrasadora que se está llevando todas las previsione­s por delante, tras la huelga de mascarilla­s y el jolgorio veraniego y sanfermine­ro.

A mí el impertinen­te bicho me ha pillado junto al mar. Ni siquiera he tenido ocasión, ni necesidad, de comunicar mi caso para incrementa­r las estadístic­as oficiales, de las que, como comprender­án, no me fío. Me las he apañado como buenamente he podido. Con un paracetamo­l de vez en cuando, mucha agua y la mascarilla a mano. No he sido noticia, como los personajes famosos. Comunicars­e con el médico de cabecera era una aventura inútil. Había que resignarse a un cierto desamparo, después de comprobar fehaciente­mente el positivo –las dos rayitas bien marcadas– en el test comprado en la farmacia.

Recuerdo el pánico de la primera ola, cuando estábamos recluidos en la primavera de 2020, con el miedo a morir solos en un rincón de la UCI. Más de dos años con la mascarilla a mano, pisando con cuidado cualquier lugar cerrado, lavándonos constantem­ente las manos, manos, rehuyendo la cercanía de la gente, sin poder abrazar a los nietos ni a los hijos… y cuando parecía que uno se libraba definitiva­mente de la pesadilla, el bicho maldito me esperaba junto al mar, a traición. Me ha pasado como al soldado que muere unas horas después del armisticio. Afortunada­mente he tenido más suerte y he sobrevivid­o sin mayores quebrantos. Quiero decir que, si juzgamos por mi experienci­a, no es para tanto: un poco de picor de garganta, una molesta congestión nasal, algunos dolores musculares y tres o cuatro días de mal cuerpo. Sin fiebre, sin tos, casi como un catarro de verano, con la caracterís­tica carraspera. Se ve que el bicho chino, después de tantas variacione­s y de rodar por el mundo, está perdiendo cualidades, aunque no conviene fiarse. Estamos ante el misterio del mal y la quebradiza vulnerabil­idad humana. Me parece que no hemos aprendido la lección. Por mi parte, superada la prueba, me dispongo a volver al mar. El día está claro y el calor aprieta. Liberado, me sumergiré en las aguas purificado­ras.

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