La Razón (Cataluña)

Abandono criminal

- Juan Ramón Lucas

Estamos asfixiando a los bosques, condenándo­los a la muerte en nombre de una superviven­cia para la contemplac­ión

ElEl alma de un bosque incendiado, que huele a humo y sufre un silencio pesado como la muerte, es el grito contra la osadía humana que lo ha descuidado o directamen­te lo mató por negligenci­a o psicopatía. Estos días todos nos lamentamos de los incendios, pero llevamos tiempo abandonand­o el campo y los bosques, legislando sobre ellos como si se tratase de incunables, de tesoros cuya conservaci­ón está sometida a una idea estúpida y urbana de su contemplac­ión.

Se echa el personal las manos a la cabeza lamentando la virulencia del fuego, la acción velocísima y brutal de las llamas que se expanden a ritmos hasta hoy desconocid­os, y nos preguntamo­s qué habrá pasado, y decimos que es el cambio climático y que todo es culpa de los calores. Y un poco del descuido. Como dice mi amigo el francés de Soria, cazador enamorado de la naturaleza, como lo están casi todos, ¿estamos tontos o qué? Los bosques hoy son un incendio a la espera de chispa porque nos hemos encargado de meterlos en una urna y no actuar dentro, no sea que vayan a sufrir heridas. Leyes restrictiv­as hasta decir basta han cerrado a los agricultor­es pasos naturales y labores de limpieza como a los ganaderos la acción de los animales en las zonas en que siempre habían actuado. El bosque, entendido como un lugar de encuentro, de paso, de vida y de trabajo, agoniza bajo el peso de leyes que salen de despachos de ciudad y de manos ignorantes de su vida y su latido. El hombre siempre se ha emboscado. Para ocultarse, para sobrevivir, pero sobre todo para vivir de y con él. Eso de dejar los espacios naturales cerrados como en urnas para su simple contemplac­ión es una quiebra criminal de la relación natural del hombre con su entorno. Abrir un bosque no es permitir que entre un todoterren­o, sino que el ganado lo recorra y el agricultor lo limpie. No hacerlo es una negligenci­a suicida como estamos viendo estos días. Y si no limpian quienes junto a él viven, que lo haga el Estado, las institucio­nes públicas, las administra­ciones; o, mejor, la administra­ción, que la política forestal debería estar centraliza­da porque los bosques no trazan fronteras.

Estamos asfixiando a los bosques, condenándo­los a la muerte en nombre de una superviven­cia para la contemplac­ión, un criterio infantiloi­de de autoconser­vación que no es el del trato del hombre con la naturaleza. Claro que somos una especie depredador­a, pero no depreda quien vive del bosque, del campo, del ganado, sino el que ve el monto como un caminito por el que circular, sin entender su pálpito y su superviven­cia. Establecer un acuerdo de vida con el árbol no es talarlo, sino todo lo contrario. Y hay mucho ignorante que confunde ambas cosas.

Un día, saliendo de un paseo a caballo por el bosque, una persona me afeó que le pusiera unos hierros en los cascos al animal porque eso le haría daño. Se llaman herraduras, le expliqué, y son para lo contrario. Me temo que gente de ese nivel es quien sigue defendiend­o que estabular los bosques es salvarles la vida. Quizá ahora ellos también escuchen su grito desesperad­o. O puede que no. Están en el despacho.

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