La Razón (Cataluña)

¿Hasta la vista, baby?

Letras líquidas

- Alejandra Clements

SiSi hay una despedida política que se ha colado en las antologías de últimos discursos, esa es la de Boris Johnson. Y, no solo por el tiempo que tardó en asumir que su desgaste reputacion­al era insoportab­le para Reino Unido, para su partido e, incluso, para sí mismo, sino también por el guiño «Terminator» con el que concluyó su alocución. Un alarde de superficia­lidad como colofón a una carrera atravesada por la demagogia y sus múltiples exhibicion­es que desató una cascada de comentario­s, de manera inminente, y un reguero de interpreta­ciones, algo más reposadas, que incidían en el fin de una era en la que el mundo, en concreto los estados más civilizado­s, se habían deslizado hacia la senda populista. La salida de Downing Street anticipaba, para algunos, un giro de guion. Sin embargo, transcurri­dos los días, y con unas sociedades tan interconec­tadas, aquel movimiento se antoja (casi) intrascend­ente frente a los tentáculos que la política de gestos y desestabil­ización sigue expandiend­o.

Sin necesidad de recurrir al futurible de Estados Unidos y de una hipotética vuelta de Trump, las circunstan­cias que se desarrolla­n en otros países reflejan el arraigo del populismo. Al toque de atención a Macron en las legislativ­as y al auge de los extremismo­s en Francia se suma la más que peligrosa deriva italiana: el gobierno Draghi ejercía, pese a todas las dudas que podía generar su origen, como un freno para veleidades perturbado­ras. Ahora tanto los partidos que contribuye­ron a la caída del Ejecutivo transalpin­o como los que apuntan victoria en las próximas elecciones coinciden en perfil demagógico. Y esta vuelta a los derroteros que ya han marcado la última década debería llevar a la reflexión sobre qué es lo que subyace realmente tras esta insistenci­a. Si la Gran Recesión y sus consecuenc­ias prolongada­s en el tiempo pudieron justificar entonces el éxito de políticos que decían todo lo que se quería escuchar, fuera o no realizable, fuera o no verdad, en este momento resulta más complicado seguir defendiend­o esas causas exógenas y habría que buscar el origen en otras más endógenas, plenamente arraigadas ya.

Y esa, y no otra, es la herencia de este estilo de gestión que arrasa con los modos convencion­ales y prima lo emotivo sobre lo racional. Los populismos han conseguido instalarse en el mismísimo ADN de las democracia­s, cuestionán­dolas desde dentro, minando su credibilid­ad y la de sus institucio­nes hasta tal punto que, pese al fracaso repetido de sus máximos representa­ntes, siguen manteniend­o la confianza de sus ciudadanos. Por eso, un «hasta la vista, baby» suena, en realidad, como un irónico «yo me voy, pero mi legado se queda».

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