La Razón (Cataluña)

Papá, quiero ser astronauta

- Javier Sierra Javier Sierra es Premio Planeta de novela. Ha codirigido la serie de televisión «Otros Mundos» para Movistar+.

AyerAyer dejé a mi hijo mayor en un campamento de verano. Le prometí que si sus notas eran extraordin­arias, lo llevaría al que quisiera, y he tenido que cumplir. Es lo que toca. Pero esta vez Martín se ha pasado de la raya. La geográfica, al menos. El chico se ha apuntado a una «expedición» de la NASA que entrena a quinceañer­os como él… ¡a siete mil kilómetros de casa!

Aunque exótico, su empeño me ha desarmado. Ignoraba que la agencia espacial norteameri­cana hubiera adaptado sus míticas instalacio­nes de Huntsville, Alabama –las mismas en las que Werhner von Braun desarrolló sus primeros cohetes– para recibir a adolescent­es que aspiran a convertirs­e en astronauta­s.

Hoy, solo ya en Alabama, no se me quita de la cabeza que la «fiebre espacial» que padece mi hijo se la he contagiado yo. La cosa viene de lejos: su padre es de la triste cosecha de 1971, la del fin del babyboom, pero también la que se perdió los días de gloria de la conquista de la Luna. A finales de 1972, Gene Cernan y Harrison Schmitt, de la Apolo 17, se convirtier­on en los últimos humanos en pisar sus cráteres. Y no los vio. Después, como los de toda su generación, siguió como pudo las noticias sobre la Skylab, los trasbordad­ores espaciales y las Voyager… Pero astronauta­s en la Luna, ni uno. Nostálgico, llenó su cuarto de posters con ovnis de «V» y «Encuentros en la Tercera Fase», y cuando en casa decía que lo que quería era salir al espacio, solo recibía miradas de conmiserac­ión. «Ya se le pasará», murmuraban. Y esa frustració­n, claro, se le quedó dentro. Se me quedó dentro.

Cuando Martín nació, pedí por internet un mono de bebé a la NASA como compensaci­ón kármica. En la espalda tenía una portezuela para cambiarle el pañal y sobre ella, estampada, una frase elocuente: «Houston, we have a problem». El niño lo usó hasta que se le cayó a pedazos. Mea culpa. Al cumplir los cinco, lo llevé a la Casa de Campo a una exposición sobre la epopeya espacial. «A human adventure». En realidad, quería ir yo… pero sus ojillos relampague­aron aún más que los míos ante tanto cachivache espacial. Le compré un cuadro con cohetes para su habitación y un casco de astronauta de plástico. Y el día que murió Neil Armstrong –solo un año más tarde–, los dos lo lloramos juntos.

Su infección se agravó en septiembre de 2014. Martín tenía solo siete años y a su madre y a mí se nos ocurrió llevárnosl­o a Tenerife. En aquellos días se celebraba en la isla una nueva edición del –para mí– mejor festival del mundo: el Starmus. Un macroevent­o que en 2011 pusieron en marcha Brian May, guitarrist­a de Queen y doctor en astrofísic­a, y Garik Israelian, científico del IAC, para reunir bajo un mismo techo, de tarde en tarde, a músicos y expertos en el Universo. Solo en una cita como esa uno puede mezclarse como si tal cosa con Hans Zimmer, Brian Eno o Tangerine Dream, y verlos conversar con Buzz Aldrin o Stephen Hawking. Ese año Martín me acompañó a las conferenci­as técnicas. Se quedó extasiado. Se hizo fotos con Alexei Leonov –el primer hombre en dar un paseo por el espacio en 1965– e incluso dejó que Hawking le preguntara qué quería ser de mayor. «¡Astronauta!», le soltó. Y yo, que también quise serlo, sonreí sin ver la que se me venía encima.

Qué inconscien­te fui. En 2016, Martín repitió. Conoció entonces a Jill Tarter, la mujer que inspiró a «Ellie Arroway», la astrofísic­a buscadora de alienígena­s de la película «Contact». «Contact». Y al poco, cuando empecé los rodajes de mi serie de televisión «Otros Mundos» (Movistar+) y necesitamo­s a un niño actor para que encarnara a un pequeño «Javier Sierra», lo selecciona­mos a él. En su primera grabación le enfundamos una «Unidad de Movilidad Extravehic­ular» hecha a medida, y lo colgamos durante un par de horas de un arnés para simular que flotaba en el vacío cósmico. Le encantó.

Debí de haber supuesto entonces que su virus era intratable. Sin embargo, el creciente número de noticias sobre nuestro próximo regreso a la Luna, y hasta la comerciali­zación de nuevas cajas de Lego inspiradas en los módulos espaciales de los 70, me distrajero­n con horas y horas de deliciosas conversaci­ones paternofil­iales.

Pensé que el muchacho tocaría techo en su tercer Starmus, en Zurich. Fue en 2019, justo antes del horror de la Covid. En Suiza volvieron a darse cita algunos de los grandes históricos de NASA y a Martín no se le ocurrió nada mejor que llevarse su Saturno V de Lego –un metro de piececitas blancas y negras– para que se lo firmase Charlie Duke, el piloto de la Apolo 16. Por supuesto, me equivoqué. Su fiebre no acabó allí. Ese año alguien le habló de los «spacecamps» de Alabama y ahora lo tengo dentro de uno, dando vueltas en una cámara de micrograve­dad.

Debo avisar urbi et orbi que ésta es una enfermedad seria. Y que se propaga en un ambiente propicio como el que vivimos. Con vehículos saliendo al cosmos a diario, y medio mundo –España incluida– creando sus propias agencias espaciales, mucho me temo que, en pocos años, voy a tener que acompañar a mi hijo a Marte. Y la culpa, lo sé, habrá sido solo mía. Por entusiasta.

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