El precio de escribir con libertad
Opinión
Hubo una vez un autor que fue perseguido por una serie de dementes que, de tanto leer, no libros de caballerías sino las páginas de un Corán que interpretan a su manera, quijotescamente, «se les secó el celebro de manera que vinieron a perder el juicio»: los fanáticos islamistas. Ese escritor es Salman Rushdie, un hombre acostumbrado a exponer en sus obras reflexiones en torno a problemas complejos de tinte político e histórico.
Cómo reaccionaría este hombre cuando, un año después de publicar «Los versos satánicos» (1988), el ayatolá Jomeini lo condenó a muerte por lo que consideraba un insulto al Corán. Un edicto religioso, o fetua, que instaba a su ejecución, fue leído en Radio Teherán por el propio líder religioso de Irán, acusando al autor de «blasfemo» y de cometer apostasía al abandonar la fe islámica, puesto que en la novela Rushdie afirmaba no creer ya en el islam, haciendo extensiva además la amenaza «contra todos aquellos involucrados en su publicación y que son conscientes de su contenido».
Y el edicto por desgracia tuvo consecuencias para un par de infelices: el traductor del libro al japonés, Hitoshi Igarashi, fue apuñalado en 1991 media docena de veces, por un agresor desconocido, y pasaron semanas hasta que se halló su cadáver en su despacho de la Universidad de Tsukuba. Dos años más tarde, el editor noruego William Nygaard sufrió tres disparos por la espalda en Oslo, aunque pudo sobrevivir al atentado. ¿Pero qué contaba este libro para despertar semejante oleada de violencia desalmada?
Primero, cabe decir algo sobre su título, pues la expresión «versos satánicos» fue una invención de los orientalistas británicos del siglo XIX para designar varios versos que fueron suprimidos del Corán; sin embargo, tal cosa no es utilizada justamente en el contexto musulmán, ya que se refieren a esos versos como «gjaraniq» («las grullas»). Así, cuando se tradujo la novela, se mantuvo, al parecer erróneamente, lo de «versos satánicos» (en lugar de «grullas»), «dando a entender que no se trataba trataba de unos descartes del texto sino la blasfemia de que el Corán había sido dictado por Satanás», como explicó el periodista Xavi Ayén en un artículo.
Humor contra la barbarie
Título o infortunio lingüístico aparte, la historia en sí versaba sobre un avión secuestrado que estallaba a gran altura sobre el canal de la Mancha; en el desastre sobrevivía un legendario galán cinematográfico de Bollywood, muy engreído, y un tipo que trabajaba como actor de voz para anuncios y que había roto su vínculo con la India; el caso es que, al caer cerca de las costas inglesas, se transformaban mágicamente: al primero le salía una aureola anlidad gelical y al segundo unas protuberancias en la frente; respectivamente, eran el arcángel Gabriel y Shaitan (como se conoce a un ángel maligno en árabe).
Desde el demencial edicto, Rushdie, que sabía qué materia trataba, pues en la Universidad de Cambridge había realizado una maestría en historia, con especiaen especiaen temas islámicos, debió acostumbrarse a ir por el mundo protegido y custodiado.
La situación parecía sacada del Lejano Oeste, con un cartel con su nombre y la palabra «wanted» poniendo precio público a su cabeza: cinco millones de dólares. La respuesta a ello fue sin duda seguir escribiendo, seguir siendo quien era –disfrutando además de los lujos que podía ofrecerle la fama–, añadiendo, incesante y valientemente, su verdad literaria, y también, respondiendo a todo ello con otra arma, igual o más contundente que la propia agresividad desmedida de los fanáticos que lo señalaron criminalmente: el humor.
A esta cualidad se refirió, no en vano, el novelista español Antonio Muñoz Molina en un acto celebrado en el 2015, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, con motivo del libro de Rushdie «Dos años, ocho meses y veintiocho noches», evocando el momento en que lo conoció, en Granada, más de veinte años atrás. Por entonces estaba justo en la cresta de la ola, pero era sorprendente que fuera «un hombre con un gran sentido del humor, a pesar de que en aquel momento llevaba ya seis años escondido. Y no solo tenía un gran sentido del humor sino que, a diferencia de una gran cantidad de escritores que he conocido, ¡no tenía manía persecutoria! Supongo que cuando te persiguen de verdad, ya no hay manía…», reconoció el escritor.
Su traductor japonés fue acuchillado media docena de veces en 1991
Se imprimió un cartel de «wanted» con su cara y una recompensa