Brillantina

Opinión María José Navarro

YoYo tenía once años, los mismos que tiene ahora mi ahijada. Ella sabe muchas cosas y está acostumbrada a un mundo nuevo. Acepta la vida como va, en el cole le hablan de sexualidad, tiene amigas con dos madres, un móvil, una cuenta de correo electrónico, aprende francés mediante una aplicación e inglés en clase. Te habla de asuntos que no le corresponden casi a su edad y lo hace con madurez. Yo, a los once años, era idiota, pero era más mayor.

Hay algo que me gusta de estas nuevas generaciones de críos y es que, a pesar de que son muy despabilados, conservan una ingenuidad que nosotros no tuvimos, que perdimos demasiado pronto, que se desgastó enseguida. A los once años fui a ver trece veces «Grease», entonces apta para todos los públicos. Ahora se sugiere guía paternal. Con eso me parece que se dice todo. Fui al cine sola, trece veces, con once años. Tenía llaves de casa desde los siete e iba y venía del colegio sola también. Trece veces fui a verla y no fui más porque la quitaron de las salas de Albacete. Pero a mí no me interesaba ni Danny ni Sandy. A mí la que me flipaba era Rizzo, la del pelo corto y el cigarro, la que le plantaba cara a los chicos del instituto, la que se fabricó una coraza para sobrevivir y hacerse respetar.

«Grease» fue algo más que una película: es parte de nuestra juventud, de esa adolescencia que dejaba de serlo, que quería dejar de serlo para ser mayor antes de tiempo. Y ahí apareció esa historia de amor romántico y un poco cursi que nos enseñó institutos que no existían, fiestas que no pisábamos, coches que nunca habíamos visto, tupés entonces imposibles. Y ahí estaba ella, Olivia NewtonJohn, con casi treinta años haciéndose pasar por una estudiante adolescente, al revés de lo que queríamos las demás. Sufrió tres veces cáncer y ni eso pudo arrebatarle su preciosa cara y su dulzura. Espero que a la entrada allá arriba haya sonado «Xanadú», con toda su E.L.O a todo trapo, con todo su glitter, y hayas cruzado la puerta en patines.