La Razón (Cataluña)

Encierro al vacío

► El Pilón de Falces representa perfectame­nte la esencia del encierro y de la fiesta del toro, que es la de echarse en brazos de la suerte y darle la ventaja a la vida, venga como venga

- Chapu Apaolaza

LaLa primera vez que corrí el Pilón, desperté de un sobresalto. Salí de casa de madrugada, conduje cuatro horas desde Madrid hasta Falces y me engañé a mí mismo. Viajaba hasta allí a hacer una crónica del encierro más especial de Navarra, la fiesta que había seguido por la televisión desde niño, la legendaria carrera de vacas y hombres al filo del barranco. Me dije que lo que estaba haciendo era un reportaje y que tranquilo, que no pasaba nada, que no iba a correr, pero el subconscie­nte debía de saber ya en lo que andaba, pues llegando al pueblo a la amanecida, se me vinieron unos retortijon­es en la barriga, así que tuve que parar el coche y aliviarme en cuclillas en la cuneta detrás de la nave de una bodega y entre las zarzas. Los reporteros tenemos maneras diferentes de aprehender el mundo que nos rodea, pero uno sabe que de verdad ha comprendid­o las cosas cuando solo de pensarlas se caga vivo en los zarzales.

Al llegar me esperaban José Luis y Jesús Mari «Pituto», el mayor de los corredores, un buen tipo fontanero del pueblo que me enseñó el lugar, me contó la historia del encierro y me dejó subir con él la cuesta del encierro del Pilón, tan empinada, irregular y sembrada de piedras sueltas que es difícil bajarla sin caerse andando, no digo ya corriendo con una docena de vacas bravas detrás de los riñones en un enjambre de pitones, pezuñas, hocicos y esos ojos redondos, brillantes y oscuros como escarabajo­s negros.

Un día, midieron la velocidad de las vacas y salió que bajaban a cincuenta kilómetros por hora: como un repartidor de pizzas. A veces, los animales suben monte arriba y empitonan a los espectador­es. Otras, se tiran a la poza. Las vacas, criadas en las ganaderías locales, están en su terreno. En algunas partes del recorrido, el camino mide poco más de dos metros de ancho. A un lado, el cortado del camino, que está hecho de espinas y de una piedra de cuarzo que con mirarla te abre la carne. Al otro lado, una poza de cuatro metros con fondo de zarzas. De pronto, Pituto me preguntó si iba a correr. «No lo sé», le dije. «Pues quedan cinco minutos, chaval», me respondió. Tiré el bloc de notas detrás de un espino y me dispuse al encierro que se reveló ante mí en un silencio extraño, casi líquido, allí arriba en el monte envuelto en una paz y una quietud de hierbas secas tan lejos del pueblo, de los cánticos a la Virgen –«Al que corre en el Pilón / No le quites ser valiente»– y de la ciudad en la que en ese momento, todo eran cláusulas contractua­les, algoritmos, gráficos de rendimient­os y pronóstico­s a medio y largo plazo. Y yo allí al lado de Javi, de José Luis, de los Pitutos y de Arturico con el corazón que se me salía por la boca.

Hoy en la distancia he vuelto a ver esa curva. Una vaca agarraba a Pedro y a La Cruz, a José Mari y a otros más. La gente no entiende el Pilón de Falces y cree que las vacas se hacen daño porque no comprende que el ser humano haga algo donde el único herido vaya a ser él. Tirarse por un barranco a tumba abierta delante de una vaca de casta navarra teniendo uno todas las de perder no es que pueda tener sentido; es que solo así tiene sentido. El Pilón de Falces representa perfectame­nte la esencia del encierro y de la fiesta del toro, que es la de echarse en brazos de la suerte y darle la ventaja a la vida, venga como venga.

Midieron la velocidad y las vacas bajaban a 50 kilómetros por hora: como un repartidor de pizzas

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EFE Primer encierro de El Pilón tras la pandemia con vacas bravas de Alba Reta
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