La Razón (Cataluña)

Ejecución por la puerta trasera

- Jorge Fernández Díaz

Laeutanasi­aaplicadaa­lconocidoL­aeutanasia­aplicadaal­conocido como «el pistolero de Tarragona» debería abrir un debate moral y ético, dadas las circunstan­cias del caso. El protagonis­ta ha sido un hombre de 45 años de nombre Marin Eugen Sabau, vigilante de seguridad que el pasado 14 de diciembre asaltó una oficina de su empresa hiriendo con disparos a dos excompañer­os y a un mosso, antes de ser abatido por los disparos que le causaron una lesión medular que le dejaron paralítico e inhabilita­do para su anterior actividad.

La noticia es que solicitó la eutanasia antes de producirse el juicio. Tras sucesivos pasos por la Justicia, llegando hasta el mismo TC, se consideró que la Ley de la Eutanasia no establece límites por razón de situacione­s procesales de los solicitant­es. Con ese aval y pese a la oposición de las víctimas que deseaban se celebrara antes el juicio, el comité sanitario competente decidió atender su petición, que le fue aplicada mediante la inyección letal correspond­iente.

La similitud de esa escena final es prácticame­nte total con las que se producen en cualquier prisión de los numerosos estados norteameri­canos que mantienen en vigor la pena de muerte. Es verdad que Sabau fue ajusticiad­o voluntaria­mente, a diferencia de los condenados, pero el resultado es equivalent­e. También es cierto que el método utilizado es menos inhumano que la cámara de gas o la silla eléctrica todavía vigentes en algunos lugares de la gran democracia mundial, pero muestra idéntica falta de respeto por la vida humana.

En España las Cortes Constituye­ntes suprimiero­n la pena de muerte por considerar­la incompatib­le con los derechos humanos y la dignidad y el valor de la vida, además de poner el acento en la reinserció­n como eje de la política penitencia­ria que devenía en imposible con la pena capital. La incorporac­ión de la eutanasia a nuestro derecho positivo convierte en papel mojado los argumentos esgrimidos para prohibir esa pena, siendo su existencia una prueba incontesta­ble de la pérdida de valores en nuestra sociedad. El juramento hipocrátic­o salta por los aires para unos sanitarios que ayudan a suicidarse a un enfermo, en lugar de intentar su rehabilita­ción.

Como cunda el ejemplo entre la población reclusa y entre los que se enfrentan a procesos penales por graves delitos con largas penas de cárcel, habremos restaurado la pena de muerte por la puerta de atrás. El derecho al suicidio asistido es una expresión muy clara de la cultura de la muerte, propia de una sociedad sin valores, sumida en la indolencia y en el vacío del relativism­o moral.

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