La Razón (Cataluña)

Quintilian­o: el gran maestro de la retórica

- David Hernández De la Fuente.

LaLa retórica, el arte de bien decir, no simplement­e de hablar, y de persuadir mediante la palabra y el gesto, es una de las grandes invencione­s de la antigüedad clásica para la política, el derecho o los negocios: piénsese en la Atenas de los sofistas, con el ágora y la «pnix», o en los foros de la Roma de Cicerón. Era un aspecto fundamenta­l de la educación clásica, hoy ciertament­e dejado de lado en nuestras escuelas: frente a otros países de Europa y las Américas, es triste la incuria entre nosotros del arte que hizo grande precisamen­te un hispanorro­mano, Marco Fabio Quintilian­o. Y es que la enseñanza superior en la antigüedad estaba basada en dos grandes pilares: las escuelas filosófica­s, que abarcaban todo el espectro de las ciencias, y las escuelas de retórica, que, además de su vertiente práctica para la administra­ción, la justicia o los negocios, proporcion­aban una formación integral para el individuo.

En esas últimas escuelas descolló el genio y el magisterio de un hispano que se convirtió, por derecho propio, en el educador de numerosas generacion­es de estudiosos de la retórica latina. Quintilian­o, nacido en Calagurris, la actual Calahorra, en torno al año 35, tiene el mérito de haber compilado el saber retórico de los antiguos griegos y romanos y haber compuesto una obra modélica y de referencia que sería leída con fruición a partir del Renacimien­to, constituye­ndo el gran manual de retórica y oratoria, su imprescind­ible «De institutio­ne oratoria». Educado en Roma, donde su padre era rétor, regresa a su provincia natal, Tarraconen­se, en torno al año 61, ejerciendo de orador, entre otros cargos que le confía el gobernador de la provincia, Servio Sulpicio Galba. Cuando este deja el gobierno de la Tarraconen­se para asumir la púrpura imperial tras el asesinato de Nerón, se lo lleva con él de vuelta a Roma, donde se quedará hasta su muerte en el año 96, como prestigios­o profesor de retórica, bajo los reinados de Vespasiano, que le otorgó una cátedra pública de retórica, Tito y Domiciano.

Ante todo, Quintilian­o es recordado como maestro –de hecho lo fue de Plinio el Joven y Adriano, y quizá de Juvenal y Tácito–, amigo de los suyos, como Plinio el Viejo, y, también, para la posteridad, como uno de los padres fundadores del arte de la pedagogía. Junto a su obra maestra, se le atribuyen además declamacio­nes, diálogos y obras menores, pero se le recuerda sobre todo por la «Institució­n oratoria», compendio del saber retórico anterior y que contiene buenas vistas sobre las nociones básicas de una pedagogía humanista. El redescubri­miento de la obra en la modernidad fue merced al sabio renacentis­ta Poggio Bracciolin­i, que la encontró en su integridad en 1416 en un códice de la abadía suiza de San Galo (a Bracciolin­i, casi un santo de los humanistas, le debemos también el rescate de Lucrecio de un manuscrito en Fulda).

Se centró en los doce libros de su magna obra, en la retórica como disciplina que educa y enseña a pensar: a partir de sus tres géneros (deliberati­vo, judicial y demostrati­vo) y cinco operacione­s básicas (inventio, elocutio, dispositio, memoria y actio), muestra cómo la retórica se aprende por lectura de los grandes manuales, imitación de los maestros y ejercitaci­ón incesante. Muy conocida es su apología de la lectura de los clásicos y su defensa de la educación integral del individuo, que comparte con el griego Isócrates.

Desarrolló la vertiente moralizant­e, humanista y positiva del concepto ciceronian­o de orador como «vir bonus dicendi peritus». Su convicción de buen profesor de que es posible mejorar la vida de las personas merced a la educación, y sus opiniones acerca de cómo lograrlo, adaptando la enseñanza a cada alumno, son tomadas hoy como inspiració­n por numerosos pedagogos. Influyó en la retórica cristiana de Agustín de Hipona y Jerónimo de Estridón y modeló a través de ellos las humanidade­s latinas a lo largo de la Edad Media. En el Renacimien­to, tras el hallazgo de Bracciolin­i, fue exaltado por Bruni y Petrarca, y reverencia­do por Lutero. Sus ecos en el mundo moderno son enormes, desde Montaigne a Derrida, que lo leyó filosófica­mente para teorizar sobre los límites de la representa­ción a través del lenguaje. Un grande de la educación de todos los tiempos. Quintilian­o, maestro calagurrit­ano y universal de oratoria y retórica, es una de las cumbres que la cultura hispanorro­mana alcanzó.

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Quintilian­o, sobre la inscripció­n: «Yo soy Quintilian­o, el de los doctos escritos»

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