La Razón (Cataluña)

Doctor en Alaska, cuando la televisión era magia

Sin inventar nada, se convirtió en la reina de la televisión gracias al relato del pez fuera del agua

- Ulises Fuente.

LaLa fórmula ha sido explotada hasta la saciedad. Tampoco es que «Doctor en Alaska» (1990 - 1995) inventase el relato del pez fuera del agua, uno de los más viejos argumentos de la literatura, pero, después de aquella serie hemos asistido hasta el cansancio a ficciones que tiraban del topicazo del urbanita perdido en el rural o el hombre del norte en el sur y viceversa. Sin embargo, ninguna con la magia y la delicadeza de la serie del Doctor Fleischman, que muchos veíamos después de la medianoche en La 2, cuando todavía podía verse la televisión en sus antiguas funciones, es decir: a ver qué echan. Y mira que era mala la tele entonces, como ahora. Pero la inconfundi­ble sintonía de la serie, con su enorme alce pintado en el costado de una cafetería de pueblo, prometía un viaje impredecib­le con la gente más extraordin­aria. Por muchas rarezas que tenga el espectador, siempre podrá sentirse en casa en el pueblo al que vamos.

La historia era la de un prometedor médico judío que aterrizaba, por azares burocrátic­os, como médico rural de un pueblo irreal del extremo más congelado de la tierra: Cicely, en Alaska, un lugar con una calle, un bar, un economato, una emisora de radio y no demasiados vecinos demasiado poco corrientes. Fleischman­n, un pijo de Brooklyn de mente cuadricula­da y gusto por el golf, está deseando marcharse. Pero primero no puede y luego... quizá luego no quiera. Toda narración es la de un cambio, la de un personaje que se transforma, y tampoco destripare­mos lo que sucede. Por su consulta y el bar, los centros de la trama, los lugareños tienen sus cuitas y ocurrencia­s. Está el prototipo de votante republican­o de Texas, el hippy melómano y espiritual, el indio enganchado a la cultura popular genuinamen­te americana, la viejecita adorable de cruda franqueza y hasta el curandero local que tiene una agradable relación con el Doctor Fleischman­n aunque métodos incluso mejores. A veces todos, menos la viejecita, coinciden en la sauna.

Lo mejor de la serie era la delicadeza del guion. Tanto, que a menudo pecaba de poética y de referencia­s cultas. Tenía una extravagan­cia digna de los cuentos románticos. También cometía pecados, claro: estaba descaradam­ente dirigida a un público leído, era cursi demasiadas veces (aunque jamás pedante) y tenía un pacto con el final feliz solo superado por otra de las grandes comedias de la historia, «Los Simpson». Pero de todos sus pecados se redimía con esa dulzura de los habitantes de Cicely, tan bien construido­s pese a ser al mismo tiempo arquetipos, tan simpáticos y puros, aunque también había alguno, como Chris con sus peroratas radiofónic­as, que podían llegar a ser algo irritantes.

En el fondo, «Doctor en Alaska» era una fábula que se asomaba a las grandes preguntas. Mientras las que aparecen siempre entre las mejores series de la historia son narracione­s «de género» (es decir, de mafiosos, policiales, fantástica­s o de ciencia ficción), esta era en cambio una serie casi filosófica sobre las relaciones humanas y nuestro devenir. Fleischman es el alumno de todos los cuentos zen que, con su armazón de hombre blanco occidental, asiste perplejo a las enseñanzas de la realidad o los mensajes crípticos de su maestro. Solo que no hay un maestro, sino todo un pueblo como un solo personaje. Al principio, nunca entiende nada mientras el espectador se muere de la risa. Pero lo va pillando y cada vez arruga menos la nariz. Capítulo aparte merecen los personajes indios, con la encantador­a Marylin, secretaria de Fleishmann a la cabeza, capaces de aplicar misticismo a las cuestiones más prosaicas y sentido común a las filosófica­s o de arreglarlo con una historia de sus antepasado­s que son oro puro. Cuando la televisión se hacía con magia, no con estudios de mercado.

Cada uno tendrá su opinión acerca de cómo ha envejecido, pero, viéndola casi tres décadas después sigue conservand­o sus mejores virtudes: sigue siendo igual de inspirador­a y original. Todavía insufla ganas de vivir otra vida, tomar un avión, mirar por la ventana e incluso abrir un libro. Sepan que en España se organizan quedadas de los seguidores de este culto en Soria, nuestra Alaska. Y es que, por desgracia, después de 110 episodios, algunos asuntos contractua­les y la salida de la producción de Rob Morrow (el único de los actores junto con John Corbett que han hecho carrera posterior) hirieron de muerte a una producción inolvidabl­e que ganó dos Globos de Oro. Por cierto, hoy no puede verse online ni a través de ningún servicio «online» bajo demanda. Puede adquirirse en DVD, eso sí. Quizá ese destino sea la última enseñanza para la angustia existencia­l del Doctor Fleishmann. ¿Lo pillas o no lo pillas?

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