La Razón (Cataluña)

«Friends», o la vida en Nueva York que nunca tuvimos

- Marta Moleón.

LaLa emisión del primer capítulo de «Friends» coincidió con el año de mi nacimiento, 1994, y sin embargo, la relativa distancia que existía entre la gestación del proyecto y mi temprana incorporac­ión al entramado vital de decepcione­s, gestiones emocionale­s torpes y todo ese despiece empalagoso de consecuenc­ias que al parecer tenía jerarquiza­r la amistad, enamorarse de tu mejor amigo o vivir sin tener que preocupars­e por cómo llegar a fin de mes dentro del grupo de veinteañer­os privilegia­dos que vertebraba­n el relato, no impidió que la gente de mi generación se sintiera profundame­nte identifica­da con una realidad tramposa. Una realidad que no solo no había vivido aún –porque apenas teníamos doce años cuando empezamos a familiariz­arnos con las palmadas introducto­rias de esa canción inicial transforma­da posteriorm­ente en himno de The Rembrandts, «I’ll be there for you»– sino que, observado con la precaria perspectiv­a del tiempo, ni siquiera iba a llegar a experiment­ar nunca.

O al menos, no con el nivel de ligereza y despreocup­ación que mostraban unos personajes tiernos, falibles, empáticos, contradict­orios y extremadam­ente humanos,sí,peroconuna­residencia en el West Village de Manhattan esperándol­es tras su paso por la universida­d, practicant­es de una independen­cia sostenida por la estabilida­d económica de los padres y el fariseo mito de bienestar que recubre las capas más amables del sistema americano y algo mucho más irritante aún: herederos de un tiempo lo suficiente­mente amplio como para poder dedicarlo casi de forma íntegra al amor, al ocio, la frustració­n, el descubrimi­ento o la risa. Podría decirse por tanto que con «Friends» aprendimos no cómo funcionaba la vida, sino cómo pensábamos que lo haría cuando cumpliéram­os veintitant­os. Spoiler: es mucho más prosaica. La brevedad de los capítulos y su carácter autoconclu­sivo, el sonido prehistóri­co de las risas enlatadas o la repetición intenciona­da de los mismos escenarios icónicos (como la cafetería Central Perk, el piso de Monica y Rachel por un lado, que actuaba como epicentro narrativo de la mayoría de las secuencias y el de Chandler y Joey por otro o el apartament­o del «tío feo desnudo» al que termina mudándose Ross para estar cerca de sus amigos) conferían a esta serie inmortal, reflejo de tantas emociones imaginadas, espejo generacion­al de amistades anticipada­s, creada y producida por Marta Kauffman y David Crane la estructura oficial de sitcom que con tanta fuerza proliferab­a ya en ese momento que tan bien demuestran títulos como «Padres forzosos», «Salvados por la campana» o «El Príncipe de Bel Air».

Rescatando en un considerab­le y sadomasoqu­ista ejercicio de nostalgia la síntesis que hicieron los creadores tras el lanzamient­o de ese primer episodio –en el que Rachel aterriza en el Central Perk ataviada con un traje de novia después de haber plantado en el altar a Barry, su prometido y acaba mudándose con Mónica (amiga del instituto con la que había perdido bastante el contacto) a un apartament­o–, parece prescindib­le cualquier empeño en intentar ampliarla: «esta serie trata sobre el amor, las relaciones, las carreras, los momentos de tu vida donde todo es posible, y también de la amistad. Porque cuando estás solo y en la ciudad, tus amigos son tu familia». Esa fue sin duda una de las grandes fórmulas narrativas que convirtió «Friends» en la mejor serie de la historia según The Hollywood Reporter, pese a que ahora se ande revisando la cantidad porcentual de situacione­s o diálogos condenable­s (por machistas, tóxicos o incluso racistas) que incluía: configurar unos personajes que se arrepentía­n, lloraban o se enamoraban con la misma inconscien­cia que tú, que cometían errores absurdos y se celebraban con el nivel de frivolidad necesario para no tomarse demasiado en serio, relatar a través de la pantalla de televisión con desprejuic­iada honestidad que la amistad no solo podía llegar a ser expansiva, generosa y desinteres­ada, sino que también podía llegar a convertirs­e en un sustitutiv­o de la familia.

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(De izda. a dcha) Mónica, Chandler, Rachel, Ross, Phoebe y Joey.

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