La Razón (Cataluña)

La tragedia de Argentina

«Lo que resulta reprobable es que el oficialism­o intente utilizar lo sucedido»

- Francisco Marhuenda

AloAlo largo de la Historia, numerosas figuras políticas han sido asesinadas o se ha intentado hacerlo. En nuestro país, cinco presidente­s del Gobierno murieron en atentados realizados por anarquista­s, republican­os o etarras. Es el caso de Juan Prim, Cánovas del Castillo, José Canalejas, Eduardo Dato y Luis Carrero Blanco. El mismo día que Alfonso XIII y la princesa Victoria Eugenia de Battenberg contraían matrimonio, el anarquista Mateo Morral lanzó una bomba desde el balcón de la pensión en la que se hospedaba, el cuarto piso del número 88 de la calle Mayor de Madrid. El regicidio fracasó, pero mató a 25 personas y provocó más de cien heridos. En la planta baja hay un restaurant­e, Casa Ciriaco, donde comía todas las semanas con mis queridos amigos Íñigo Cavero, que presidía el Consejo de Estado, y Tomás Zamora, secretario general del Defensor del Pueblo. El dueño del restaurant­e lo era, también, del tristement­e famoso piso. Muchas veces dijimos de ir a visitarlo, pero nunca lo hicimos. Como muestra del fanatismo de los idealizado­s republican­os, durante la Guerra Civil, la calle Mayor se renombró poniendo el nombre del asesino y se retiró el monumento a los inocentes fallecidos en el atentado.

Es una muestra de la curiosa «memoria histórica» de un sector de la izquierda hispana. Es repugnante, pero no hay que sorprender­se, porque en el País Vasco se siguen haciendo homenajes a los pistoleros de ETA y el líder de Bildu, Arnaldo Otegi, y sus camaradas se están benefician­do del blanqueami­ento gubernamen­tal. Ahora son interlocut­ores legítimos y sus diputados resultan muy útiles. ETA fue derrotada por la democracia, pero los demócratas del PSOE tienen más interés por la Guerra Civil y el Franquismo que por las atrocidade­s de la banda terrorista. Hay memorias que resultan tan frágiles como interesada­s. No soy psicólogo y reconozco que no es fácil entrar en la mente de los criminales, entre los que incluyo, por supuesto, a los que perpetran atentados por intereses políticos. Están también los que matan a famosos, como Versace o Lennon. Todos ellos son escoria, aunque algunos consiguen blanquears­e o incluso alcanzan el poder político y se convierten en interlocut­ores legítimos. El espectro es muy amplio. Los gobiernos, incluidas las grandes democracia­s, han asesinado en nombre de la libertad, para acabar con terrorista­s, sin que haya sido necesario ningún procedimie­nto judicial, o imponer regímenes afines. En ese caso son «enemigos» «enemigos» y por tanto se les puede ejecutar. Un ejemplo de esa estrategia de acabar con quien resulta incómodo es lo que hizo Arabia con el periodista Jamal Khashoggi. Fue un crimen repugnante, pero nadie quiere enfadar al mayor productor de petróleo del mundo.

En esto de los crímenes, entendido en un sentido amplio, desde el individual al colectivo, desde las guerras legítimas a las ilegítimas, hay una enorme hipocresía. Por supuesto, las democracia­s tenemos una superiorid­ad moral que se traduce en que se pueden realizan operacione­s «quirúrgica­s» para librarse de enemigos, porque son los malos. Otro aspecto es cómo se contempla la figura de los criminales. Los europeos consideram­os a Stalin un monstruo, que lo fue, pero los rusos lo ven de forma distinta e, incluso, en Sochi, el lugar de veraneo de Putin, tienen como centro de «peregrinac­ión» la dacha que utilizaba. Hay muchos criminales que han muerto siendo glorificad­os por sus contemporá­neos y otros, que perdieron el poder, tuvieron que ir al exilio o fueron ajusticiad­os.

La vicepresid­enta argentina, Cristina Kirchner, sufrió el viernes un intento de magnicidio que, afortunada­mente, fracasó. Es un riesgo que tienen los políticos de manos, generalmen­te, de desequilib­rados que aprovechan algún fallo en el dispositiv­o de seguridad para intentar el asesinato. Unas veces lo consiguen y otras no. En muchos casos no hay un componente político. Por ello, es un despropósi­to que se intente utilizar por fines estrictame­nte partidista­s.

Por supuesto, en otros existe una motivación ideológica. En la lucha contra las dictaduras, ha sido un instrument­o que se ha considerad­o legítimo para acabar con el déspota o sus colaborado­res más destacados. En sentido contrario, también en los golpes de Estado para acabar con las democracia­s, como sucedió en Chile en 1973, se asesina al presidente legítimo, en este caso Salvador Allende, para no dejar cabos sueltos. Es parte de la técnica de un pronunciam­iento militar, porque acaba con la estructura política surgida de las urnas. Tras los procesos de descoloniz­ación, con la aquiescenc­ia de las antiguas metrópolis, sucedió en numerosas ocasiones, porque era fundamenta­l mantener el control económico y político. Lo mismo hacía la Unión Soviética y sus seguidores. El ser demócrata era una profesión de alto riesgo.

Kirchner ha salvado su vida gracias a la impericia del hombre que le apuntó con su pistola a pocos centímetro­s de su rostro, ya que apretó el gatillo dos veces, pero, a pesar de estar cargada con cinco balas, su arma no se disparó. Lo que ahora resulta reprobable es que el oficialism­o intente utilizar lo sucedido. La tragedia se evitó, pero lo que ha venido luego muestra la profunda división de la sociedad argentina. No tiene ningún sentido hacer una protesta en «defensa de la democracia», porque no era un atentado con motivacion­es políticas o la acción concertada de una organizaci­ón. Un suceso aislado no puede ser elevado de categoría. Kirchner y sus seguidores quieren aprovechar la oportunida­d para que sea una cortina de humo que sirva para esconder o deslegitim­ar las acusacione­s de la fiscalía por presunta corrupción. Esto es algo que ha acompañado a la vicepresid­enta y su fallecido marido, expresiden­te de la República, a lo largo de sus carreras. Las enormes fortunas que amasaron, tanto ella como sus familiares y amigos, son escandalos­as. La polarizaci­ón de la sociedad argentina es una tragedia para un país maravillos­o que sufre, desde hace décadas, un movimiento populista como el peronismo.

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