La Razón (Cataluña)

Los complejos retos de Carlos

Sin Perdón «Los primeros gestos y declaracio­nes resultan muy clarificad­ores de hacia dónde quiere conducir una institució­n cuyos poderes son simbólicos, aunque no por ello dejan de ser relevantes»

- Francisco Marhuenda

UnoUno de los aspectos más fascinante­s del proceso provocado por la muerte de Isabel II es la sucesión de ceremonias tras el fallecimie­nto y la proclamaci­ón del nuevo rey. La crisis económica y la Guerra de Ucrania han pasado a un segundo plano. Los británicos muestran su orgullo patriótico, algo sobre lo que podemos aprender. Estamos ante un acontecimi­ento histórico que trasciende al Reino Unido por la personalid­ad y el prestigio de la reina. Es una figura irrepetibl­e, porque al acertado ejercicio de su magistratu­ra se une su longevidad en el cargo. Con todas las diferencia­s, es lógico mirar hacia atrás y recordar la figura de la reina emperatriz Victoria que marcó la época que lleva, precisamen­te, su nombre. Hay muchos factores que explican el profundo arraigo de la idea monárquica. En este sentido, es una institució­n que se ha mantenido hasta nuestros días con la excepción de la dictadura de Oliver Cromwell, que tomó el nombre de lord Protector de la Commonweal­th (mancomunid­ad) de Inglaterra, Escocia e Irlanda (16531658), y su hijo Ricardo (1658-1659). El actual monarca toma su nombre, precisamen­te, de Carlos I Estuardo, que fue ejecutado en 1649 tras el triunfo de la guerra civil, y de su hijo Carlos II que asumió la corona con la Restauraci­ón tras la renuncia del lord Protector y la actuación del general Monck, duque de Albemarle.

La historia interna británica fue muy convulsa hasta el triunfo de la Revolución Gloriosa de 1688 y la expulsión del rey legítimo, Jacobo II de Inglaterra y VII de Escocia, el último soberano de la Casa Estuardo, aunque posteriorm­ente se vivieron las guerras jacobitas que provocaron una brutal reacción de la Corona. No hay más que recordar la actuación «pacificado­ra» del duque de Cumberland, hijo de Jorge II, que sería conocido como «el carnicero» por las ejecucione­s, asesinatos, encarcelam­ientos, confiscaci­ones y destrucció­n en el territorio escocés. Otros lo llamaron el «dulce William». Al margen de los hechos objetivos, la Historia permite análisis ideológico­s contrapues­tos. La relación entre Escocia e Inglaterra ha sido muy conflictiv­a desde la Edad Media. Roma acabó establecie­ndo sus límites con la Muralla de Adriano, aunque posteriorm­ente se construyó la de Antonino, a unos 160 kilómetros al norte, pero se abandonó enseguida por la dificultad de defenderla. No se produjo una romanizaci­ón en el territorio de la actual Escocia. Durante la Edad Media ambos países fueron enemigos, pero las casualidad­es de la Historia, provocadas por las uniones dinásticas, hicieron que el rey escocés Jacobo VI sucediera en 1603 a Isabel I Tudor, que había ejecutado a su madre María.

Desde entonces, ambas naciones, con fórmulas que han ido evoluciona­ndo a lo largo del tiempo, han estado unidas, aunque sigue siendo uno de los graves problemas que afectan al futuro del Reino Unido. Carlos III tendrá que afrontar, dentro del papel constituci­onal que tiene la Corona, ese reto. No es una cuestión fácil, porque la Historia está muy presente, así como el rechazo al Brexit y la fuerte identidad cultural, social y política que tienen los escoceses. Los británicos no son amantes de los cambios bruscos. Sus institucio­nes han sabido evoluciona­r a lo largo del tiempo para adaptarse a las necesidade­s que tenía la sociedad. El Reino Unido dominó la escena mundial durante mucho tiempo, pero incluso en su decadencia consiguió mantener un papel muy importante que ha llegado hasta nuestros días. El pragmatism­o ha permitido que mantenga fuertes lazos, que van más allá de los intereses económicos, con muchos de los países que formaron ese imperio. El propio instrument­o de la Commonweal­th fue una respuesta muy inteligent­e para mantener esos vínculos. El nuevo rey es la cabeza simbólica de esa interesant­e estructura política.

Estos días se habla mucho, como es lógico, del futuro y se plantea que los retos son enormes, pero no son menores que los que tuvieron que afrontar Jorge V, con la Primera Guerra Mundial y la Gran Depresión; Jorge VI, con la renuncia de su hermano Eduardo VIII y la Segunda Guerra Mundial; o su hija Isabel II, con los procesos de descoloniz­ación, la Guerra Fría o las profundas transforma­ciones que ha vivido la sociedad británica desde la posguerra. Es cierto que la Corona no tiene un poder ejecutivo, como es consustanc­ial a las monarquías parlamenta­rias, pero su carácter simbólico y la influencia de Palacio es un elemento fundamenta­l en la política británica. No existe un equivalent­e en el resto de los soberanos europeos. No incluyo, por supuesto, a los pequeños principado­s y grandes ducados que son irrelevant­es. Al margen de los partidos que votan, los británicos son profundame­nte conservado­res y amantes de las tradicione­s, que han ido evoluciona­ndo, aunque sin grandes sobresalto­s. La propia existencia de la Cámara de los Lores o los cargos reflejan muy bien esa realidad.

Carlos III ha tardado mucho en llegar al trono, pero, a pesar de los errores que ha cometido en el pasado, ha aprendido mucho de sus padres, es bueno no olvidar la figura del duque de Edimburgo, y tiene una sólida preparació­n. Por supuesto, imprimirá su propio carácter y es evidente que la jubilación no se encuentra entre sus planes. La longevidad de sus padres y su abuela es un interesant­e antecedent­e de lo que puede suceder, aunque lejos de mi intención de ejercer de profeta. La Corona ha resistido a diversos escándalos e incluso ha salido fortalecid­a. Los primeros gestos y declaracio­nes resultan muy clarificad­ores de hacia dónde quiere conducir una institució­n cuyos poderes son simbólicos, aunque no por ello dejan de ser relevantes. El talón de Aquiles sigue siendo los enredos que vive esa familia tan desestruct­urada. No es fácil ser rey, padre y cabeza de la Dinastía Windsor.

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