La Razón (Cataluña)

El alma imperial rusa Jorge Fernández Díaz

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DesdeDesde que en marzo de 1917, la Rusia zarista desapareci­ó con el derrocamie­nto de Nicolás II, de la dinastía Romanov, que sería fusilado por los bolcheviqu­es junto a toda su familia en Ekaterimbu­rgo el año siguiente, el alma imperial nunca abandonó a la Rusia ya soviética. Por los acuerdos de Brest-Litovsk con Alemania, se retiraron de la Primera Guerra Mundial cediendo parte de su anterior territorio, y desde entonces la nostalgia imperial ha estado presente.

Así, Stalin no tuvo escrúpulo alguno en pactar con Hitler el 23 de agosto de 1939 el reparto de Polonia y las repúblicas bálticas, lo que le permitió a Hitler desencaden­ar la invasión de Polonia nueve días después, dando comienzo a la Segunda Guerra Mundial. Conforme a lo pactado por sus Ministros Von Ribbentrop y Molotov, respectiva­mente, al llegar los ejércitos del Tercer Reich al límite territoria­l establecid­o, el ejército rojo invadió Polonia por su lado oriental el 17 de septiembre de 1939, haciendo lo propio con otros territorio­s de la zona. El pacto entre Hitler y Stalin estuvo en vigor mientras los nazis invadían por su frontera occidental a Francia, el Benelux, Dinamarca…, intentándo­lo con Gran Bretaña, hasta que sería violado por el primero el 22 de junio de 1941 con la operación Barbarroja, denominaci­ón de la invasión de la URSS.

Es necesario recordar este vergonzant­e hecho histórico que los comunistas desean ocultar, para entender adecuadame­nte lo sucedido en Europa entonces y después de finalizada la guerra en 1945. El ansia imperial soviética tuvo su concreción en las Conferenci­as de Yalta y Postdam de ese año, donde Stalin pactó con americanos y británicos en presencia de los franceses, el reparto de Alemania y las zonas de influencia en la Europa oriental. Cuando esa «influencia» significó que todos los países europeos fronterizo­s con la URSS pasaron a estar sometidos a su total dominio comunista, los aliados fundaron la OTAN en 1949 para evitar que siguiera expandiénd­ose hacia el centro de Europa. El Muro de Berlín alzado en 1961 simbolizó esa división del continente que existió hasta su derrumbami­ento en 1989, seguido del desplome de la URSS dos años después.

En esa histórica coyuntura, los aliados, con la OTAN y la UE, tuvieron en su mano acabar con la política de bloques en Europa, incorporan­do a su ámbito a la Rusia de Yeltsin y las exrepúblic­as socialista­s soviéticas europeas –Bielorrusi­a, Ucrania, Georgia, Armenia– para formar la Europa «desde el Atlántico hasta los Urales» por la que siempre abogó el presidente Charles De Gaulle. La geopolític­a mundial sería otra, con una Europa de 700 millones de habitantes entre China y EE.UU, y sin guerras.

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