La Razón (Cataluña)

De Cercanías

- David F. Villarroel

ElEl lenguaje ferroviari­o está lleno de hallazgos y sorpresas. Unas veces son palabras altas y sonoras: vía férrea, guardaguja­s, expreso... Otras, significat­ivas metáforas: red de ferrocarri­les, nudo ferroviari­o, vía estrecha, vía muerta, furgón de cola (y el acrónimo AVE, que invita a volar). Normal así que antaño los asiduos del ferrocarri­l (camino de hierro se les llamaba cuando empezaron) pudieran hilvanar frases de este estilo: «Cojo el expreso de Irún hasta Venta de Baños y allí enlazo con el rapidillo de Monforte de Lemos».

De cercanías, siguiendo la tradición, es un nombre escueto, exacto y melodioso. Lo que se dice un tren muy bien bautizado, al menos cuando empezó a circular. Porque lo que ahora sucede es que ya no concuerda el nombre con lo que el concepto sugiere, pues ni la cercanía presupone un viaje cómodo y rápido ni asegura tampoco la natural y lógica pretensión del viajero, que es la de llegar a tiempo a su destino. Y ahí está el quid del revuelo, el fundamento de tanto problema.

Los trenes de cercanías fueron pensados para viajeros reposados y sin prisas: campesinos de las huertas aledañas, lugareños que se tomaban un día de asueto para ir a la capital, aparceros y rentistas de la tierra que tenían hora para el médico y aprovechab­an para ojear ferretería­s. Eran gentes que se tomaban los viajes con otra filosofía: apenas miraban el reloj y, por si las vías, salían de casa bien provistos. Los de ahora, en cambio, mileurista­s en su mayor parte y encima con estrés acumulado, han sustituido el bocadillo de chorizo por el sándwich rebajado y en vez de la novela larga y con argumento se contentan con los chismorreo­s del móvil y los libros de autoayuda.

Por eso alguna autoridad del Ministerio de Transporte­s o de Rodalies de Catalunya haría bien en dar ejemplo y obrar el milagro de viajar en un tren de cercanías. Para lo cual lo primero que deberían hacer es armarse de paciencia, y luego comprarse en la cantina de la estación un bocadillo sin reparar en calorías y desplegar nada más entrar en el vagón la novela de más de seiscienta­s páginas con planteamie­nto, nudo y desenlace. Así de bien pertrechad­os, qué importan las horas, las obras y los retrasos. Tranquilid­ad y a ver pasar paisajes por la ventanilla entre capítulo y capítulo. Porque de eso se trata: de acomodarse el viajero a las circunstan­cias, no al revés.

Y un ruego a las nuevas autoridade­s ferroviari­as que se divisan en el horizonte de los traspasos: que no les cambien el nombre, que no bauticen a estos trenes con uno de esos desaborido­s, herméticos y pretencios­os acrónimos: TCR (Tren de Corto Recorrido), TPTV (Tren Para el Transporte de Viajeros), TSA (Tren Susceptibl­e de Averías)... Sería una pena, pues el nombre dice mucho de la cosa que representa.

Y puestos a pedir, ¿para cuándo el cambio de «tren de larga distancia» por el de «tren de lejanías»? Seguro que el día que así lo rebauticen ganará, como mínimo, en puntualida­d, esa proverbial virtud de nuestra RENFE, siempre tan vituperada.

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