La Razón (Cataluña)

Y así es como detengo el tiempo

- Javier Menéndez Flores

Aquel chaval salió currante, valeroso, con hambre perpetua

El talento tiene origen divino y es capaz de disolver el pedigrí

Canta Miguel Poveda y se paran los relojes. El tiempo, inmune a cualquier súplica o chantaje, lo oye cantar y frena en seco: quiere observar a ese fenómeno que cada vez que abre la boca desata una corriente de desolada felicidad. Es un oxímoron, lo sé, pero a mí no me miren, pregúntenl­e a él, que es quien consigue crear esa atmósfera hija del placer y el llanto. Porque Poveda se inmola en cada canción, se hace el harakiri, lo entrega todo. Como si fuera su último recital. Igual que si detrás de él estuviéram­os viendo avanzar una ola gigantesca que nos tragará sin remedio a todos, y él lo supiera y decidiera morir clavando, hondo, su espada. «Se acabó, queridos, pero ahí tenéis mi corazón en llamas. Es vuestro. Haced con él lo que gustéis». Y el público le toma la palabra y se apropia de ese órgano incandesce­nte. Y muere en cada parada de su espectácul­o mientras siente una emoción que sólo la puede ofrecer la vida que se quiere y se gusta y se crece. La flecha o la bala del arte mayúsculo.

¿Quién dice que un niño no puede tener en un aparato de radio a su mejor amigo? A Miguel, la magia que escupía aquel cacharro le originaba una explosión de dicha en el pecho que no le proporcion­aba nadie más. Y sonreía a los que se reían, y pensaba «dadme alas y decidme tonto». Aquel chaval salió currante, valeroso, con hambre perpetua, y echó a caminar ignorando, siempre, el coro de los perros. «Ven, niño, que te peine, que tienes que salir ahí bien guapo». Y el traje no tiene una sola tacha. Y los zapatos son dos láminas de agua. Y el público que lo aguarda es la boca de un dragón. Pero el 13 es el número de la buena suerte, y antes de que se dé cuenta ya están ahí, como uno más de la familia, los aplausos arriba y abajo, a derecha e izquierda, y la catarata de premios. Aunque ese coloso de sonrisa oriental siga siendo el mismo muchacho que frente al mar inefable o el fuego amigo de una chimenea se sabe insignific­ante.

Y dicen por ahí que Badalona no es San Fernando. Pero yo aquí me planto, le doy una patada a la mesa y replico que en la hoguera de las emociones todas las llamas son la misma llama. Que el talento tiene un origen divino y es capaz de disolver el pedigrí y desdecir las fronteras. Por eso da igual París que Estepona, Palestina que Sevilla, Chicago que Madrid: por más que el telón de fondo sea otro, la garganta no cambia, y Poveda está condenado a ser un poeta en Nueva York en cualquier lugar, en todo sitio.

Por el camino quedó, como en cualquier biografía digna de ser escrita y devorada, un reguero de bocas que prometiero­n imperios y sólo trajeron dolor, una ristra de abrazos rotos. Pero un corazón decidido todo lo puede y cada noche, en el tajo, vuelve a salir el sol.

«¿Irás a verme cantar, amor?». «Claro. Pero no me reconocerá­s entre tanta gente». «Siempre: sólo a ti te llevarán los vientos del este». Y la calle áspera es la anormalida­d, las tablas son el único hogar. Allí donde un hombre sentado se parte en dos y adquiere hechuras de montaña. Qué extraña especie la nuestra. Nos regalan un dolor que se nos agarra a lo más profundo y aplaudimos hasta que dejamos de sentir las manos. Qué insensatos, qué locos. Nos merecemos todo lo que nos pase.

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