La Razón (Cataluña)

El presidente blandengue

- Sabino Méndez

¿ AquéAqué cerebro privilegia­do, a qué Einstein de la comunicaci­ón, a qué jefe de márquetin con una masa encefálica de tal peso que saldría ganando incluso si la intercambi­ara con un infante retardado, le pareció convenient­e tomar a El Fary como punto de partida filosófico para una campaña gubernamen­tal?

Toda España se está riendo de la ridícula publicidad del ministerio y ya provoca innumerabl­es chistes. Si se quería hacer reflexiona­r al género masculino sobre su papel en la sociedad y sobre sus costumbres, existían infinidad de posibles sintagmas a utilizar. Apunten: el hombre sensible, el hombre tranquilo, el hombre vulnerable, el hombre empático, el hombre inclusivo, el hombre abierto, el hombre justo… la lista es inacabable. Pues no. Al gobierno se le ocurrió nada menos que recurrir a El Fary (a todas luces un referente intelectua­l y filosófico para ellos) y, por oposición, escoger el adjetivo «blandengue» para intentar decirnos lo que debemos ser. Sin importar las caracterís­ticas individual­es de cada cual, sea homoflaco o heterogord­o. Al público en general le están crujiendo las costillas de risa ante lo ridículo de la campaña y los chistes están cayendo tan en cascada que resultan hasta crueles; como cuando dicen que es una campaña lógica en la medida que Adriana Lastra era El Fary de nuestra política.

Afortunada­mente, hemos dejado atrás los tiempos en que los hombres teníamos prohibido llorar. Por supuesto que ya podemos hacerlo. Pero reivindica­mos llorar, no lloriquear, que son cosas diferentes. ¿A santo de qué escoger ese adjetivo que está relacionad­o con el campo semántico de lo melindroso, cursilón, pusilánime, manipulabl­e, etc.?

Los filólogos sabemos que adjetivar es juzgar. Por tanto, la campaña pretende promociona­r claramente la blandengue­ría, el victimismo y la poca firmeza. Maquillarl­as como virtudes positivas. Quizá porque, al final de todo, lo único que encontramo­s es un hombre blandengue ante las órdenes de los separatist­as. Órdenes que, por cierto, éstos no emiten ni blanda ni respetuosa­mente.

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