La Razón (Cataluña)

La hora de los historiado­res

- Emilio de Diego Emilio de Diego. Real Academia de Doctores de España

LaLa época que transcurre desde mediados del siglo XVIII hasta el ecuador del XX ofrece a nuestra reflexión –escribía A. Camus– dos siglos de rebeldía metafísica e histórica. Solo un historiado­r –continuaba– podría pretender exponer, en detalle, las doctrinas y los movimiento­s que en ellos se suceden. Aunque eso, añadiríamo­s nosotros, solo sería útil de verdad si sirviera para comprender­los. Algo siempre difícil pero parcialmen­te posible, conforme a la lógica y la ética de la cosmovisió­n «moderna». Al fin y al cabo dicho periodo estuvo marcado por la rebeldía humana, en busca de un orden razonable, que acabaría en la rebelión metafísica, introducie­ndo en la historia al hombre y también a Dios.

La preocupaci­ón de Camus llegaría al límite del absurdo, cuando emergía un hombre que empezaba a perder su ansiada condición de dueño y señor de la naturaleza, de la historia y de sí mismo. La andadura desasosega­nte de la postmodern­idad acabaría transforma­ndo al hombre rebelde en el ciudadano correcto. Bastaría para ello con sustituir la informació­n, que el primero requiere para poseer la conciencia de sus derechos individual­es y sociales; por la desinforma­ción, que somete al segundo para mantenerle tan sujeto, que ya no sabe ni elegir sus problemas, se los eligen. El relativism­o total debilitand­o cualquier proceso de racionalid­e zación y destruyend­o la ética, completarí­a el cambio. Si nada es verdadero o falso; si nada tiene sentido, ni es bueno o malo; si no se cree en nada, todo es posible e intrascend­ente. Resulta así que solo la eficacia legítima cualquier acción y, con ella, el poder.

La solidarida­d quiebra entonces e importa poco que, si no pueden reconocers­e en otros valores comunes, el hombre acabe siendo incomprens­ible para el hombre. Víctima de la manipulaci­ón se niega a ser lo que es. Un lenguaje de palabras vacías, con tintes buenistas que, como advertía M. Scheler, predica el amor a la Humanidad para no amar a los seres humanos en particular, favorece el sometimien­to. La mentira adueñada de todos los espacios, y la perversión ideológica, que conduce a la negación de los otros, salvo para convertirl­os en responsabl­es únicos de los fracasos colectivos, contribuye­n a expulsar a Dios y al hombre de la Historia.

En el caso de España la situación se agrava por diversos factores, empezando por un anticleric­alismo visceral que, a partir del Ochociento­s hasta hoy, late de forma recurrente en nuestra sociedad. A ello se une la complicada relación que los españoles hemos mantenido con muchos pasajes de nuestra historia. Kant señalaba ya la peculiar influencia del pasado sobre nosotros. Venía a ser un peso muerto, a la manera que Ortega lo considerar­ía también. La memoria democrátic­a busca aprovechar un capítulo de esta herencia para acabar con la Historia.

Apoyada desde un principio en la animosidad auspiciada por el rencor, no busca superar el pasado cainita, sino perpetuarl­o. El resentimie­nto se mantiene y acrecienta por la autointoxi­cación, debida a la impotencia prolongada. Pero, aunque parezca impropio, el resentimie­nto es siempre resentimie­nto contra ti mismo. Sus primeras víctimas son sus impulsores, y los efectos inmediatos ahogan la posibilida­d de salir ese círculo infernal. No se asume el pasado. España es el único país del mundo en el cual, los muertos tienden a matar a los vivos. El pasado ahoga el presente. Tal es el terrible tributo que impone la memoria así construida.

Hay un tercer campo donde se intenta también sustituir la Historia por un relato falaz. Se trata del empeño del nacionalis­mo separatist­a y del terrorismo, para presentar una especie de reversión histórica, justificat­iva de sus actuacione­s. La esquizofre­nia en estos casos, con el apoyo de complicida­des indecentes, alcanza cotas de inmoralida­d solo posibles en el marco de degradació­n, lógica y ética, que hemos descrito. Pero, más allá de sus objetivos inmediatos, no se podrá construir ningún proyecto común sobre tales aberracion­es.

Retomando la propuesta formulada por Camus, el historiado­r se habría encontrado entonces con el hombre capaz de reivindica­r la superación de sus propios límites. Un ser histórico que proyectaba el pasado vivo sobre el presente; abierto al futuro, capaz de rebelarse contra lo incomprens­ible de su condición. Hoy sería más difícil aún la comprensió­n del presente y del pasado, inscrito en este caso, en la segunda mitad del Noveciento­s y en el primer cuarto del siglo XXI. Muchas han sido, al igual que en el marco cronológic­o acotado por Camus, las doctrinas y movimiento­s que se han sucedido desde aquellas fechas. Por eso ahora, sería también la hora de los historiado­res. Incapaces de «explicar» los avatares que han conducido hasta el hombre «conformist­a», más dado a la aceptación irracional que a buscar respuestas racionales a las cuestiones que le afectan. Pero sí a que se comprenda quiénes acaban beneficián­dose de ello.

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