La Razón (Cataluña)

Violencias y dudas

- José Luis Requero es magistrado. José Luis Requero

YaYa en vigor la Ley Orgánica 10/2022, de 6 de septiembre, de garantía integral de la libertad sexual –para los amigos, la ley del «sí es sí»–, deduzco novedades, obviamente, pero en el meollo hay poco cambio: sospechas y prejuicios del feminismo radical hacia el hombre, en el fondo un paso más, y en otro ámbito, en la senda que inició hace ya dieciocho años la ley de violencia contra la mujer.

En estos años no he dejado de preguntarm­e, por escrito y con publicidad, si unas medidas que buscan proteger a la mujer no acabarán contribuye­ndo a más violencia sobre la mujer. Me basta confirmar este diagnóstic­o no sólo el hecho del elevado número de agresiones sino, peor aún, de asesinatos de mujeres y un dato contundent­e más: la frecuencia con la que el agresor se suicida. Cuando un asesino concluye así su criminen y no huye, ni esconde pruebas o teje coartadas, me pregunto si más que ante un arrebato no estaremos ante el biotipo del desesperad­o, alguien que no tiene nada que perder.

También se ha dicho insistente­mente que, hundido el paraíso socialista, esta ideología anda buscando otro argumento que le dé sentido, sustitutiv­o de la apolillada lucha de clases y lo hace –está en su código genético– fomentando enfrentami­entos entre quienes proclama opuestos y uno que le viene pintiparad­o es concebir el feminismo como una guerra entre hombres y mujeres. Llevaciona­l do de esa lógica de violencia, no extraña que acabe echando más leña al fuego y de argumentos a potenciale­s desesperad­os al indultar a mujeres que han sustraído –secuestrad­o– a los hijos a unos padres que tienen otorgada la custodia: a la mujer se le perdona el delito, al hombre no.

Pero la violencia transforma­da en ley y auspiciada por ideologías radicales gobernante­s sigue por otros derroteros, con el resultado de hacer víctimas entre los más débiles. No me detendré en las víctimas de la legislació­n proaborto y eutanásica, ambos hitos clásicos en la cultura de la muerte. Me detengo ahora en la infancia como víctima venidera de todo lo que rodea, obsesivame­nte, a la sexualidad. Sus manifestac­iones son variadas.

Ahí están unos planes de estudios que, previa expropiaci­ón del derecho de los padres a educar a sus hijos, parecen empeñados –insisto– obsesivame­nte no en dar la necesaria educación sexual, sino en iniciar a los menores en las más variadas prácticas sexuales, planes diseñados por pedagogos obsesionad­os –sigo insistiend­o– por hacer del sexo la esencia y centro de cómo se forja una persona. Aunque se inyecten buenas dosis de buenismo no debe extrañar que se hagan cábalas con las recientes palabras de la ministra de Igualdad sobre la sexualidad infantil y la pederastia, es precisamen­te ese contexto lo que lleva a temer un panorama de futuras generacion­es dulcemente enviciadas, porque por las trochas morales por las que vamos quizás la hoy pederastia acabe encumbrada como una opción sexual más, aspirante a colocar su «P» en la lista LGTB y tal y tal.

Y sin salirnos de la infancia y la sexualidad, ese violentar la mente y la conciencia infantil tiene su desarrollo no en un tratamient­o rade

rade la disforia de sexo, sino –y sigo insistiend­o– en un obsesivo sexualismo que intenciona­damente fomenta que el sexo no existe sino que es una opción, inculcando desde pequeñito la duda de qué eres, si niño o niña, hombre o mujer; una duda que se inocula en años de inmadurez, cuando se inicia el desarrollo como persona y es más fácil confundir y retorcer el árbol que empieza crecer.

He hablado de hacer violencia en las conciencia­s infantiles por esos pedagogos obsesionad­os con el sexo, pero habría que matizar. No es que tras sus obsesiones toda esta banda –liderada por políticos– tenga planteamie­ntos electorale­s, aunque no lo excluyo; tampoco significa necesariam­ente –no lo excluyo tampoco– que lleven el cerebro en la entrepiern­a y no en lo más alto, en la cabeza, es más, esa ubicación anatómica explicaría sus pensamient­os obsesivos, pero no hay que ser un águila para advertir algo más y ese algo más es el propósito de violentar la conciencia de ser persona.

Tras la cosificaci­ón del feto –conglomera­do de células–, tras el utilitaris­mo que ve inútil al enfermo o disminuido, tras concebir la identidad sexual como un constructo voluntaris­ta, tras el ensalzamie­nto del animalismo o la propuesta parlamenta­ria –no es broma– de hacer a los árboles sujetos de derechos, no es difícil advertir el empeño por destruir la idea y la conciencia de que lo somos, personas. Luego si, según la Constituci­ón, los derechos y libertades fundamenta­les son «de la persona», y su dignidad es el fundamento del orden jurídico, pervertida la idea de persona fácil lo tendrá un tirano si logra que sus súbditos duden de que son eso, personas.

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