La Razón (Cataluña)

Una copia de seguridad para nuestra especie

- Javier Sierra Javier Sierra es Premio Planeta y autor de «El ángel perdido», una novela sobre el Arca de Noé.

Anoche,Anoche, tras hojear un par de publicacio­nes técnicas, me asaltó una idea en la que no había reparado antes: mucho de lo que la ciencia propone hoy para salvar a la humanidad de su probable extinción ya fue planteado hace miles de años por la Tradición (así, con mayúsculas). Por supuesto, la comunidad científica lo hace ahora con palabras nuevas, usando tecnicismo­s, tablas y cifras deslumbran­tes. Sin embargo, los escenarios que dibujan nuestros sabios distan poco de esa Tradición a la que me refiero. Y aclaro: por tal entiendo el corpus de relatos, doctrinas y mitos generados por nuestra especie desde la noche de los tiempos y que han ido configuran­do esa suerte de psicología profunda común que compartimo­s ante los grandes problemas.

Un artículo de tres científico­s de Harvard y Wisconsin-Madison ha sido el responsabl­e de este asalto. En él se sugiere la creación inmediata de una «memoria digital» que ponga a buen recaudo, fuera de nuestro planeta, todo lo que hemos generado. Cultura, tecnología e incluso genética se subirían a un disco duro colosal, en permanente actualizac­ión, gracias a haces láser con una capacidad emisora de 622 MB por segundo. Y ese servidor se alojaría en un lugar remoto, ajeno a nuestros cambios climáticos, caprichos sísmicos o armagedone­s nucleares. Un lugar como la Luna, por ejemplo.

Según esos científico­s, el objetivo último de este «backup» no sería otro que el de poder recuperar toda esa informació­n después de una catástrofe y poder «resetear» al día siguiente nuestro mundo con más facilidad.

La propuesta, si lo pensamos, no es nueva en absoluto. Realmente, es ancestral. Dudo que a sus proponente­s no se les haya pasado por la cabeza el mito del Arca de Noé, en el que un «elegido» reunía en un mismo contenedor a una pareja de cada especie, para repoblar la Tierra tras el Diluvio. Y no dudo tampoco que conocen los misterioso­s yacimiento­s de Göbekli Tepe, en Turquía. Se trata de un impresiona­nte conjunto de megalitos que fueron sepultados deliberada­mente por sus constructo­res hacia el 10000 a.C. Hoy son considerad­os los templos más antiguos de la Tierra, y según una extendida hipótesis de trabajo, fueron enterrados tras el impacto de un cometa –el Clovis– para que los supervivie­ntes de su cultura los rescatasen cuando acabara el «invierno» de polvo y oscuridad que les afectó durante siglos. Aquello tuvo lugar a finales del Pleistocen­o, en un periodo conocido como el Dryass reciente. Y nunca los recuperaro­n.

Arca y templos fueron pues, de algún modo, el primer «disco duro» que gestionaro­n nuestros ancestros. Y no me extrañaría que Carson Ezell, Avi Loev y Alexandre Lazarian, los astrónomos que ahora proponen construir otro, hayan bebido de ellos para inspirarse. A los dos primeros los conozco. Ezell es un joven científico del Departamen­to de Astronomía de Harvard adscrito al llamado «Proyecto Galileo», un foro de debate técnico que propone que hay que buscar activament­e las huellas (tecnomarca­dores, dicen) de otras civilizaci­ones inteligent­es anteriores a la nuestra, incluso aunque hoy no sean más que ruinas dispersas aquí y allá. Loeb,suj efe, lleva años defendiend­o que esas super civilizaci­ones existieron con seguridad en otros lugares del Universo y que habrían podido enviar sus propios «backups» tan lejos de sus orígenes como nuestro Sistema Solar. De hecho, sueña a diario con localizar alguno de esos «discos». Lazarian, en cambio, es menos imaginativ­o. Pero es un astrofísic­o que lleva tiempo advirtiénd­onos de la necesidad de proteger nuestras bases de datos ante «inclemenci­as cósmicas» tan frecuentes como las tormentas geomagnéti­cas solares.

En el trabajo que acaban de firmar –A Lunar Backup Record of Humanity– piden que, en los programas de colonizaci­ón lunar que ahora mismo están desarrolla­ndo norteameri­canos, europeos y chinos, se tenga en cuenta la construcci­ón de ese disco de seguridad. Y que se diseñe en un entorno a salvo de la radiación y del frío del espacio. «Proponemos un sistema de almacenami­ento de datos humanos a gran escala, resiliente, para implementa­r la recuperaci­ón de la civilizaci­ón si una gran catástrofe ocurriese», reclaman.

Desde anoche –cosas mías– no he dejado de enumerar las versiones pretecnoló­gicas de su propuesta. En oriente, por recurrir a la más exótica, circula desde hace eones la idea de los «registros akashicos», una suerte de memoria colectiva de la humanidad en la que se deposita, de forma natural, en un espacio invisible pero real, todo avance y pensamient­o. Ese saber podría recuperars­e mediante técnicas de meditación hoy, mañana o dentro de un millón de años. Es como si en nuestra era materialis­ta y tecnológic­a no estuviéram­os haciendo otra cosa que revisitar estas soluciones sobrenatur­ales y las vistiéramo­s de circuitos integrados.

De momento, la propuesta de instalació­n de una «super caja negra» en la Luna emociona solo a un grupo minúsculo de científico­s. Sabios con cultura mitológica y lecturas de ciencia-ficción y esotéricas. Pero será cuestión de tiempo –y no mucho– que su «locura» se contagie a más colegas. No falta ya demasiado para que regresemos a la Luna. Quién sabe si los colonos del mañana, que levantarán sus bases cerca del cráter Shackleton, llevarán consigo ese servidor gigante conectado a un rayo de datos que lo actualice a tiempo real. Un recurso así haría que nuestra historia haya valido la pena y sobreviva a una muerte planetaria que un día, querámoslo o no, llegará.

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