La Razón (Cataluña)

Mujeres de campo

- David F. Villarroel

Sí,Sí, son tantas las celebracio­nes y conmemorac­iones instituida­s que ya no repara uno en ellas, pero esta del 15 de octubre, el Día Internacio­nal de la Mujer Rural, bien se merece que sea reseñada y ensalzada, pues pocas habrá tan justas y merecidas.

De manera que sirva esta modesta columna como reconocimi­ento y homenaje a tantas mujeres anónimas que han pasado siempre y en todo lugar desapercib­idas y sin cuya labor invisible y callada, y tan poco reconocida y valorada, el mundo sería menos habitable y la vida de muchísimas personas mucho más ardua y difícil.

Hablaré para ello, y las pondré como ejemplo y paradigma, porque son las que un servidor conoció, de las mujeres del campo español allá por los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, que no están tan lejos y perviven aún en la memoria y en tantas páginas no escritas del libro de la vida que nos une y compartimo­s.

Principian la jornada al ser de día –lo cuento en presente con la intención de acercar el pasado que vuelve y se ha de guardar– y lo primero que hacen es encender la lumbre de la chimenea para que esté la casa tibia y acogedora cuando se despierten y bajen los demás. Van luego a por agua a la fuente, preparan los desayunos, previenen y anticipan la comida del mediodía, que no es tarea fácil porque la despensa se nutre de lo cosechado, la matanza no da para todos los días, los precios de los productos básicos que venden en la tienda están por las nubes y el año es muy largo. Hacen un alto en las labores para atender a los más pequeños o asear a los que van a la escuela y, después de ordenar y limpiar y disponer todo, recogen la ropa en un cesto y van al río, donde, de rodillas, la restriegan y frotan con jabón sobre una lavandera de piedra o de madera, la aclaran en el agua (que en invierno baja tan fría que se le congelan las manos) y allí mismo la tienden en la orilla. Parecidas y enterament­e ocupadas son las tardes, y por la noche, sentadas por fin junto a la lumbre, cosen la ropa, hacen algo de punto, planifican el día de mañana y, si les sobra un poco de tiempo, se distraen un rato leyendo la revista piadosa a la que están suscritos en casa.

En el buen tiempo han de salir también al campo: en primavera a las tierras, el marido o el padre o el hermano guiando la yunta y el arado y ellas detrás sembrando el trigo o las patatas; en verano, a recoger la hierba de los prados, trillar en la era y guardar el ganado en el monte; en otoño, a acabar de cosechar lo sembrado y proveerse de leña para el invierno.

Y así todos los días, todas sus jornadas laborales que empiezan al amanecer y terminan a medianoche, siempre la misma rutina (solo los domingos por la tarde van de paseo hasta la ermita), atadas de por vida a la casa y al trabajo de las estaciones, sin saber lo que son unas vacaciones ni viajar, solo alguna vez a la cabeza de comarca por algún acontecimi­ento excepciona­l o a la capital de la provincia por requerimie­nto de la salud.

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