La Razón (Cataluña)

Oficio de difuntos

- Abel Hernández

AlcancéAlc­ancé a ver de niño en el pueblo, al llegar la fiesta de Todos los Santos, el tenebroso oficio de difuntos. Aún no había luz eléctrica. La iglesia estaba iluminada sólo con cuatro cirios en torno a un negro catafalco colocado en medio del presbiteri­o. Su luz amarillent­a proyectaba sombras inquietant­es en las paredes. Olía a cera e incienso. El sacerdote, con capa pluvial negra, entonaba el «Dies Irae». En la oscuridad del templo, las mujeres, cubiertas con velo negro, ocupaban como sombras silenciosa­s los primeros bancos. El suelo, revestido de tablas de madera, ocultaba los huesos de los antepasado­s.

De aquellas liturgias pavorosas, segurament­e poco recomendab­les, con el trasfondo de la muerte y la condenació­n eterna, hemos pasado a la importació­n del alegre «Halloween», en el que el miedo a la muerte y al Más Allá se disfraza de calabazas iluminadas, películas de terror, llamadas a las puertas de las casas, gamberrism­o callejero y noche de discoteca. Esta noche de difuntos importada, que tiene su origen remoto en el «Samhain» celta, ha ido ganando terreno, año tras año, lo mismo que la colonizaci­ón del inglés, y ha entrado de lleno en los colegios y en los comercios.

Reírse de la muerte es una forma poco afortunada de ignorarla, casi un acto de cobardía. Como dice Borges, «morir es una costumbre que sabe tener la gente». En estos tiempos los muertos se ocultan –no sólo cuando la covid– a las nuevas generacion­es. Los campesinos, campesinos, según mis recuerdos, contemplab­an con naturalida­d el inevitable final de la vida y veían el camposanto como un lugar sagrado. Todavía en estas fechas es obligado acercarse a los cementerio­s con unas flores a avivar el recuerdo de los muertos familiares y rezar por su alma. Con esta antigua costumbre no ha podido aún el «Halloween».

Tengo aquí, en una esquina de la librería, una preciosa foto encuadrada del camposanto de mi pueblo. En el centro, en primer plano, se ve la sepultura de mis abuelos con los que me crie tras la muerte prematura de mi padre. Es una tumba elemental en la tierra. En ella ha crecido la hierba y se ven algunas flores. Está rodeada de una pequeña verja de hierro con una cruz en medio, y, al fondo, el cerro del Castillo. Pues bien, un día, no hace mucho, una mujer me llamó por teléfono para darme la mala noticia: se habían llevado la verja protectora de la sepultura de los abuelos y habían arrojado la cruz al suelo. Todo estaba destrozado. Hasta mi infancia. ¡Pobres diablos, ladrones de tumbas y de sueños!

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