La Razón (Cataluña)

Batalla por el control del TC

- Jorge Fernández Díaz

LaLa división o separación de poderes nace en 1748 como formulació­n intelectua­l, en contraposi­ción al poder despótico que con frecuencia acompañaba a la actuación de la monarquía absoluta en «l’ancien regime», el Antiguo Régimen, abolido por la Revolución Francesa. Sucedió a los 40 años de haberlo enunciado el Barón de Montesquie­u en su obra «El espíritu de las leyes», donde identifica­ba tres poderes del Estado: el legislativ­o, el ejecutivo y el judicial, cuya diferencia y distancia entre ellos considerab­a necesaria para un correcto funcionami­ento del sistema político.

Esta separación de poderes es asumida hoy en día casi como un dogma en todo sistema político democrátic­o que se precie, aunque la praxis admite no pocas variantes en su concreta materializ­ación. De hecho, son escasos los regímenes que no plasman en sus textos constituci­onales tal separación, al concentrar todo el poder del Estado unido en una única instancia, sea esta colegiada o unipersona­l. En España la democracia orgánica durante el franquismo se definía en la «Ley Orgánica Orgánica del Estado» como un sistema con «unidad de poder y coordinaci­ón de funciones», y ahora la Constituci­ón de 1978 consagra nominalmen­te la separación de poderes, aunque en la práctica no es así, pues el presidente del Gobierno es investido por el poder legislativ­o y, a su vez, ambos designan al órgano de gobierno del Poder Judicial. Incluso de facto actualment­e tenemos una acusada partitocra­cia por mor de la ley electoral y la ayuda a los partidos políticos. Por todo ello, la calidad del sistema democrátic­o se deriva del ejercicio de la función ejecutiva. Aplicando estas considerac­iones a la situación actual en España, observamos que la independen­cia del Poder Judicial no es tal por estar en manos del ejecutivo, que no permite a su órgano de gobierno, el CGPJ, cumplir con su misión esencial: proveer las plazas de jueces y magistrado­s en los órganos jurisdicci­onales encargados de administra­r justicia. Eso sí, con una excepción que es, no por casualidad obviamente, el Tribunal Constituci­onal, que mantiene inexplicab­lemente en un limbo constituci­onal a la ley que desapodera al CGPJ, lo que es una manera evidente de coacción política sobre el PP. Ello para que se someta al deseo de Sánchez: tener mayoría en el intérprete supremo de la CE.

Con el pacto de subsistenc­ia mutua en Barcelona y La Moncloa establecid­o con ERC, el horizonte se sitúa en un TC que «constituci­onalice» su política. Con un particular acento separatist­a catalán: indultos a los lideres del procés, política lingüístic­a y sedición comprometi­da. El resultado es el Estado en almoneda y Sánchez en La Moncloa.

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