Como aúllan los hombres
el anochecer de 1982, cuando el país entero se hallaba aún bajo los efectos del resacón de los diez millones de síes al puño y la rosa –diez millones de pétalos rojos cubriendo el cielo como una lluvia de maná–, Mario, Luis, Íñigo y Rafa se unieron para darle más caña a sus vidas. Porque si entonces andabas en los veintitantos y no tenías una banda de rock o de pop, es que estabas a por uvas. Y qué poco tardaron en descubrir que el local de ensayo molaba mucho más que la universidad, a la que la calle, que no cerraba jamás, le había arrebatado el título de templo de la imaginación. Instalados en esa euforia omnipresente de cambios e ilusiones, de zapatos nuevos e inocencia –ah, la inocencia–, los cuatro amigos buscaron una voz propia en un momento en el que la originalidad y el morro abundaban más que el talento. Les bastaron apenas dos años: Boris Vian y Tintín aportaron la magia, y Nacho Cano y Rafa Abitbol, el ojo. Y en la luna decisiva de El Sol, los periodistas de la cosa musical certificaron el nacimiento de una estrella.
Y allí estaba Rafa, entre Casanova y James Bond, perfume aristocrático y chulería de guante blanco. El reverso nítido de todos aquellos chicos malos y desaseados que cantaban igual que si vomitaran la cena. Spandau Ballet, Echo & the Bunnymen, The Cure, Lloyd Cole and the Commotions. Qué ingleses pueden llegar a ser algunos madrileños. Como La Unión, que rehuyeron los caminos del pop español de los ochenta y apuntaron a la Gran Bretaña.
Pero el segundo disco, como la segunda novela y la secuela de una película, es una prueba de fuego, y el no del público a sus desvaríos experimentales les enseñó para siempre que nadie que camine a dos patas puede codearse con los dioses. La fortuna los acompañó, no obstante, con algunos altibajos, durante los ochenta y los noventa. Y a Rafa, como a todo joven al que la muchedumbre aclama exageradamente, la fama le sentó como un tiro en el pie, y encontró en la química el modo de soportar tantos halagos. Nunca rechazó el ofrecimiento de cualquier sustancia, porque cuando se mueren los focos y te quedas solísimo, entiendes que no hay mejor amigo que aquel que vuelve a subirte a los cielos.
Llegaron luego tiempos peores, y la sociedad que durante años presumió de indestructible sacó a la luz goteras, desconchones, calvas. Cualquiera sabe que las traiciones más dolorosas son las inesperadas. Aquellas que proceden de quienes más nos quieren o de quienes aseguran necesitarnos, aunque insistan en negarnos su morada y su pan. Y en una noche aciaga de delirio y celos, de voluntad dañina y despecho desbocado, puede dinamitarse incluso la más hermosa historia de amor. Y mientras Mario pagó sus excesos con la última de sus siete vidas, Luis y Rafa se citaban al alba en la arena del Coliseo. El infierno tiene una tonelada de eso. Pero el frontispicio del grupo logró zafarse de sus llamas, de tanto tormento, y volvió a respirar aire en vez de azufre puro.
Esa canción que en Spotify han descargado millones personas, en la que un mago condena a un lobo indiscreto a transformarse en humano cada noche de luna llena, y que acaba lamiendo a una meretriz («algunos francos cobra Denise»), sigue sonando igual que hace 40 años. Y hoy Rafa Sánchez, mitad bestia, mitad hombre, aúlla sobre el escenario con menos sobrepeso que nunca. Con más seguridad que nunca. Y sonríe al futuro, que ya está aquí.
«Rafa nunca rechazó el ofrecimiento de cualquier sustancia»
«Hoy aúlla sobre el escenario con menos sobrepeso que nunca»